martes, 25 de marzo de 2014

CARLOS CU

Puede que sea la lluvia que cae , o el color gris con el que se ha maquillado esta mañana el cielo de Madrid, pero me he levantado y el condenado facebook me ha recordado que hoy era el cumpleaños de Carlos Cu.

 Sé que prácticamente nadie de por aquí le pudo conocer, pero unos pocos sí. Y a nadie nos dejó indiferente.

Carlos era un alma en pena adornada con una sonrisa socarrona, una voz rota y una personalidad como pocas. Sensible pero egoísta; pasional y reservado, hedonista de fría crítica. Carlos hacía bueno el dicho de que el hielo quema, como quema la melancolía.

Raro era no caer atrapado en la tela de araña tejida por su carisma tras haber intercambiado apenas tres palabras con él.

Carlos era quien dibujaba aquella silueta solitaria, apoyada en la penumbra de la barra, de cualquier concierto en Avilés. Entre el humo incesante de ese eterno cigarrillo, nos contaba historias de sus años de juventud en Francia, de como descubrió siete notas y les juró amor eterno, de como su padre le rompió una guitarra en su espalda y de como le rompieron el corazón para regalarle un imperecedero pasaporte a la tristeza.

Amaba la música por encima de casi todo; de hecho, más que vivir su vida, la tarareaba. Sus confesiones más íntimas, sus mayores exabruptos; todos sus logros, y todas sus derrotas, se pueden sentir en cada canción y verso con los que vestía sus recuerdos, heridas abiertas que se escapaban entre las bocanadas de su respiración entrecortada y sus frases concisas de ritmo cadente.

Tenía un alma gitana, libre, como pocas he conocido. Una sensibilidad extraordinaria. Una personalidad controvertida, a medio camino entre la genialidad, la irreverencia, el reproche, el despecho y la esperanza.

Una vez me dijo "Cuando más sólo estaba, apareció la mejor de mis compañeras".

Carlos dobló muchas esquinas en su vida, tal vez demasiadas. Se fue debiéndonos muchas más canciones de las que él cree. Yo aún sigo recordando las que tocamos juntos una breve temporada; nunca dejé de apreciarlas y, mucho menos, de escucharlas. Justo como estoy haciendo ahora mismo.



Te seguimos cantando.






"No volveré más a por ti, al barrio azul de cielo gris..."




miércoles, 19 de marzo de 2014

La maldición.



"Como el negativo de una foto, o mejor aún, como la radiografía de un enfermo: En blanco y negro". Así contestaba hace unos días a un amigo que me preguntaba cómo veía yo la Semana Santa. 

Dentro de poco la amenaza de su celebración llegará implacable. Su sombra espantará toda esperanza. Su aliento abraza con un aire, tan frío y húmedo, que cala hasta lo más hondo y escondido del corazón del hombre.

A estas alturas no creo que haga falta confesar que no crecí al abrigo del manto católico de la fe. Tampoco me vi forzado a renegar de él. Supongo que en mi vida, tan normal, anodina y desordenada como las demás, no me he visto obligado a ejercer la militancia, ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario, del posicionamiento religioso.  Han sido el tiempo y mis decisiones las que me han ido llevando a estar recostado en esta orilla donde no se hace pie. Como ser humano que soy, estoy preso de mis contradicciones, de mis pasiones, de mis fobias y desconfianzas. La apostasía aguarda a ser recuperada de entre montones inmensos de desidia. Mientras  tanto, me gusta bromear con mis amigos sobre eso de que mi catolicismo es como mi heterosexualidad: no practicante. Bendito humor.

Creo que no miento si digo que nunca he sido una persona especialmente bien hablada. Mis visitas al santoral y toda la sagrada familia son más que recurrentes,  cosa por otra parte bastante normal en el norte en el que me ha criado. Sin embargo, esto no me ha impedido tener amigos de misa habitual; o pasar muy felizmente la infancia y la adolescencia en un colegio confesional, así como conocer a mucha gente con creencias que trascendían lo puramente material. Supongo que, tanto ellos como yo, siempre hemos compartido el sentido por la palabra respeto. Al menos en un principio.

Para mí, la Semana Santa es un cúmulo de hipocresía y languidez mórbida. Toda esa imaginería macabra, barroca, sangrienta y casi obscena, jamás ha logrado hacer cercano ese sentimiento de culpa y arrepentimiento que, al menos en apariencia, es comúnmente compartido por la mayoría del personal.

Cero empatía.

 Todos estos años de procesiones, llantos y silencios, no han hecho más que lograr el efecto contrario. He identificado la fe, ese pasaporte supuestamente infalible que da la vida eterna, como algo alienante y totalmente alejado de cualquier sensación liberadora. Como una bala de fogueo en un rifle con el punto de mira mal calibrado.

Los grilletes, las gotas de sangre, los pies descalzos, los capirotes de los nazarenos, el aliento contenido...El catolicismo, el mensaje de Jesús, se supone que ha de transmitir una esperanza que vence hasta la muerte. Eso es lo que escenifica, en toda su crudeza, el desfile del "Ecce Homo". Una figura atormentada, acompañada de innumerables vírgenes plañideras engalanadas con gruesos mantones de tela bordados en plata y oro, con la ardiente escolta de unos cirios consumidos.

Estas fechas llegan puntualmente fieles a la cita como recordatorio del sacrificio, la traición y la culpabilidad que arrastramos desde que nacemos pero que, finalmente, otorgan una recompensa para los justos. Un portón dorado se abre mientras San Pedro nos saluda amable bajo un cielo infinitamente azul.


Para mí es justo al contrario. La Semana Santa es el pesado y desvencijado cerrojo que se usa todos los años para encerrar la esperanza del hombre en ese viejo y enmohecido armario que es la Iglesia. Una rúbrica implacable sella su destino año tras año, condenándola a la soledad, al aislamiento, a la desesperación.  No hay un resquicio por el que se cuele un soplo de aire fresco. Sólo existe una puerta de bisagras oxidadas que se cierra empecinada, de espaldas al exterior, negando la realidad, confirmando el castigo de la existencia, alejándose del mundo y de la vida.


Por eso, aunque suene paradójico, desde el cielo gris de mi cuna norteña, apenas puedo apreciar ese otro gris, peregrino y lacerado, tan distante y tan distinto, con el que se tiñen los pueblos de España en la supuesta fiesta de la esperanza penitente. Para mí, la Semana Santa es la condena de un velo que opaca todo rayo de luz, un portazo que resuena desesperante y se siente retumbar sin cesar, como el eco de un niño cayéndose en un pozo sin fondo.

Como una maldición.



















martes, 4 de marzo de 2014

La sonrisa bajo el pasamontañas.



Creo que desde este balcón ya he profesado en repetidas ocasiones mi amor por la villa de Madrid. Sin embargo, estos días que se escurren entre febrero y marzo me hacen tropezar con alguna de las pocas cosas que no me gustan de mi ciudad de adopción. Y es que me parece muy curioso que en un pueblo tan sumamente plural y abierto como éste, con tantas ganas de celebrar la vida y los caminos que se encuentran, no haya calado nunca el espítitu del Carnaval. 


Provengo de un lugar gris, ahogado entre niebla y polución, que en mi infancia tomaba estas fechas como una excusa para sacudirse las penas del hierro oxidado y se olvidaba de esa eterna humedad que nos carcomía por dentro. Aquellos años de Antroxu, de rincones travestidos con adultos y adolescentes  celebrando por igual, ya han quedado atrás. No así su recuerdo. Aquella comunión generalizada de actitud y ejercicio vital cobraba vida, y literalmente se podía palpar, en la multitud que se desparramaba por unas calles indómitas y espontáneas, que eran de nadie y de todos.


He quemado muchos capítulos de mi vida pero ésta sigue siendo, por muchos factores, mi fiesta favorita: por historia, por ser popular, por ser ácida, por ser política, por ser sexual, por ser platónica, por ser autónoma y si me lo permitís hasta libertaria. Por concepto y por realidad.


 El Carnaval es de la calle, de la protesta frente a los poderes establecidos en la legalidad, en lo religioso y hasta en lo personal. Es la mayor válvula de escape que ha conocido el devenir miserable de la gente común desde hace demasiado. Ni coronas, ni cruces, han podido solapar esa necesaria salida al corsé que nos obligan a sufrir. No lo olvidemos.


El Carnaval no es un antifaz de porcelana en Venecia,
 es el pasamontañas parapetado en máscara frente a la miseria que nos imponen. Tampoco es una mulata poniendo cachondo al personal en Tenerife, sino la libido desnuda de cilícios y miedos heredados. Es la liberación y la justicia del caos en estos días de cuadrícula y orden, en los que nos pretenden vender todo profilácticamente envuelto. Es perderse anónimo por una calle bulliciosa, desordenada, azarosa y sorprendente como puede ser la vida misma. Es el populacho riéndose de su mala suerte mientras señala la carga que le cruje los lomos diariamente, que le seca el alma con el chantaje del pánico en la vida real y la condena eterna en la supuesta. El Carnaval es el poder del lumpen que desafía, con una sonrisa socarrona, al frío del invierno que vivimos, ya sea en el campo más embarrado o en los arrabales urbanos de remiendos, vestidos roídos y calles mal empedradas.


Las noches empequeñecen, pero la primavera aún se ve lejana entre la escarcha y el vaho que se quiebra bajo un sol que apenas empieza a calentar. De ahí lo necesario y urgente de este grito con el que la carne reta lo trascendente y lo correcto, que se adelanta a ese manto sombrío de penitencia que es el miércoles de ceniza, a partir del cual el silencio nos devuelve a la dictadura de la realidad, con sus penas y sus normas del orden establecido.

Es entonces cuando, si escuchamos atentamente, aún podremos sentir como continúan resonando las voces y las carcajadas pasadas, y tal vez eso nos recuerde que resistir es vencer. Como resiste la sonrisa bajo el pasamontanas.

Que el martes de Carnaval nos abrigue del invierno.

Disfrutemos.


La vida es una lucha perdida que se lleva mejor riendo.