jueves, 3 de julio de 2014

ALTA FIDELIDAD

No entiendo mi vida sin música. Es la droga más acojonante que he probado, capaz de levantarme del suelo las veces que haga falta o de calmarme cuando soy presa de la incertidumbre. A veces creo que es ella la que me escucha, cuando debería ser al revés. Supongo que esto nos pasa a muchos; vivimos nuestra vida como una buena película, de esas en las que la banda sonora es tan importante como lo que se cuenta. Sin ella, ni se entendería, ni se podría sentir de verdad.

Los mayores logros de mi vida, las mayores decepciones, todos los momentos que me han marcado, tienen una canción de la mano. Pueden pasar muchos años, pero cada vez que la melodía en cuestión llega a mis oídos, los recuerdos y las sensaciones emergen de entre los montones de neuronas muertas. Creo que nunca seré capaz de dar las gracias a esa caja de música que cuando se abre me recuerda por qué soy como soy, lo que me ha costado, lo que he llorado y lo que he reído.


En algún lado leí algo así como "Cada uno se jode la vida como quiere y a mí me la jodió Eskorbuto". He hecho esa frase mía, y no creo que se pueda tomar menos en serio que otros axiomas al respecto del triunfo en la vida, tales como "haber estudiao" o "se empieza por el porro y se acaba en la droga". "O corriendo el Tour de Francia", añado. 


De mañaneo, en plan tranquilo y tal. El Apocalipsis. 


Sea como fuere, las raíces de mi fracaso tal vez se hundan más profundamente. En mi niñez compartía habitación con mi hermano pequeño. A la hora de irnos a la cama, nuestros padres, en vez de leernos algún cuento, nos ponían cintas en uno de aquellos antiguos radio-casetes. No recuerdo bien si era rojo o marrón, tal vez incluso me lo esté inventando y lo confunda con algún trasto de mis abuelos que vivían enfrente, pero aquel cachibache funcionaba y proporcionaba el ambiente para que los hermanos González Gallego presentasen sus respetos a Morfeo.



Culpable.


El caso es que yo siempre quería escuchar música, mientras mi hermano Marcos prefería cuentos. Al final, un día era una cosa, y otra el siguiente. Cuando le tocaba a él, yo no tardaba nada en dormirme. La literatura, oral y escrita, sobre todo la narrativa, siempre ha tenido un magnifico efecto sedante sobre mí -y doy gracias a dios por que siga siendo así mucho tiempo más-.  Sin embargo; cuando el turno me correspondía, era justo al contrario. Aquellas notas y coros no hacían más que acelerarme. Tan sólo tras varios cambios de cara me ponía a planchar oreja, seguramente tan sudado como emocionado.



Suputamadre.


Las cintas en cuestión no tenían el más mínimo glamour. Yo no tengo la figura, tan habitual entre muchos de los hoy melómanos adultos, de ese ángel de la guarda (musical) en forma de un hermano mayor, o un tío enrollado en su defecto, que facilitara el acceso a discos molones desde muy temprana edad. Eso se lo dejo a la gente que de verdad tuvo esa suerte y a los que pretenden haberla tenido, esos que desde siempre han sido unos pioneros en el ridículo mundo de la élite musical del underground más sectario. En fin, que sois unos gilipollas; lo sois hoy, lo erais ayer y la cosa no hace más que empeorar.

A mí me molaba escuchar los putos pitufos cantando "Oh, Susana", canciones de series de televisión como "David el gnomo" o "Don Quijote" y los tremendos Enrique y Ana mandando un saludo a nuestro querido amigo Félix Rodríguez de la Fuente, bailando con un super disco chino-filipino o narrando las desventuras de una gallinita con peor futuro que la del logo de Avecrem.  Aunque no os lo creáis, yo era un niño normal.


Ana, antes de ser mujer. Justo como Enrique.



De por entonces, también guardo muy buen recuerdo de la televisión. Todas las generaciones infantiles tienen sus héroes, sus estrofas y sus programas favoritos respectivos. A mi me tocaron, entre otros, las maravillosas experiencias de Barrio Sésamo y los Teleñecos, ambos con continuos números musicales. Sin duda alguna, lo mejor eran las marionetas de Jim Henson. Siempre interpretaban temas desconocidos para mí, pero caía ante ellos rendido inmediatamente. Con mi bendita inocencia, más de una vez llegaba al colegio al día siguiente y preguntaba si alguien más había escuchado tal o cual canción. Supongo que no debía preguntar demasiado, ya que apenas recuerdo respuestas afirmativas, el caso es que ya de aquella se me ocurrían ideas geniales como "Voy a recordar bien esta canción. Nadie la conoce y cuando sea mayor, la tocaré yo diciendo que es mía. Fijo que me hago famoso como Parchís o Nins". Pasaron los años y la desilusión fue enorme cuando descubrí que mi infalible plan ya lo habían descubierto gentuza como el asqueroso de Luis Cobos o el casi olvidado Waldo de los Ríos. Mi abuelo, pese a tocar el clarinete, tenía un disco del tipo en cuestión. Nunca hablamos sobre ello.



En portada: sonrisita de Flanders, pelazo, batuta y bigote. En el estudio: a vivir del talento ajeno, resaca, putas y farlopa.




El lp que tenía mi abuelo. Waldo, por ojos y concepto portadil, de subidón total de buena mierda.

Creo que ya os he hablado de mi abuelo paterno Arcadio. Era un tipo interesante, de un carácter muy suyo marcado por la vida que le tocó vivir y la familia que le acompañó en el trayecto. Trabajó de todo pero se jubiló siendo bombero de la ensidesa que mantenía Avilés sucia y vivaA día de hoy, a mis 40 años, reconozco que me gustaría haber podido conocerle mejor. Sin apenas estudios, su casa estaba llena de enciclopedias Larousse y Espasa Calpe, así como de libros que yo de crío consultaba buscando cuestiones que me llamaban la atención. La mayoría eran temas de historia, pueblos antiguos y civilizaciones perdidas con unos dioses y héroes mitológicos, crueles y desconcertantes, que habitaban en enormes monumentos ocultos en selvas infranqueables o montes escarpados. Me pasaba horas en aquel salón, ojeando aquellos tomos pesados forrados en cuero que mi abuelo atesoraba junto a recuerdos de sus viajes y regalos de la jubilación. Sin embargo, si bien esos ratos me marcaron mucho, otros que llegaron un poco más tarde lo hicieron de un modo radicalmente distinto. Y es que mi abuelo tenía un equipo de alta fidelidad, creo que comprado en Andorra un poco antes de mi nacimiento. En él, empecé a escuchar los discos que cambiaron mi vida para siempre. Y de eso es de lo que hablaremos en otra ocasión.


Cuando crezca, le diré a Martina que el equipo de música de su padre, era de su bisabuelo. Como no me pague PIONEER por esta publicidad, no sé qué más hacer.