martes, 28 de octubre de 2014

Aquel secarral de mierda

Cada vez que cruzo Castilla admiro sus campos inabarcables, verdes, ocres y dorados, que visten a España como un viejo mandilón remendado. Son las galas de una vieja piel de toro, que comienzan a rasgarse por las costuras de los zurcidos, desnudando la vergüenzas de los vencedores y de los vencidos.

Pero no siempre fue así. Desde la fugaz platea que me lleva por estas rectas abandonadas, recuerdo el desprecio que sentía por esta parte de mi infancia. El calor, el polvo y el tedio en medio de la nada. La añoranza del musgo y el cielo gris de un niño aburrido en verano. De vez en cuando, de entre el olor a corral y establo, repicaban en la campana de la Iglesia los perdigonazos certeros de algún adolescente cansado de cazar gorriones. Empachos de zarzamoras y paseos acompañando al ganado al abrevadero. Latas oxidadas por el camino y noches de apuestas perdidas para ir al cementerio.

Continúo mi viaje absorto en el paisaje transformado en recuerdos. Las casas de adobe, madera y piedra; el perro de mis abuelos; los gatos; la distancia insalvable con mis primos mayores; las borracheras de los adultos y mi primera cerveza que también fue mi primer hurto.

 Todo aquel desprecio se ha vuelto del revés, y hoy me he sorprendido disfrutando del desconocido verde de la cebada a medio brotar, del campo arado por trazos paralelos como sinónimos, del asombroso espectáculo de lo que siempre ha estado ahí a falta de tener la capacidad para admirarlo.

Hoy me he dado cuenta de que ya no soy un niño, y puedo saborear mi viaje, sin saber qué habrá al final del camino.