martes, 26 de enero de 2021

LAS BUENAS NOCHES

Sin pretenderlo, me quedé dormido tumbado en la cama, vestido y con el televisor encendido. Afuera, el otoño se acomoda entre la hojarasca y la lluvia. Todo rezuma resignación, todo es silencio como en una paz impuesta. Cae una noche que se presume larga, callada y fría, pero algo me despierta y me desvela. Tal vez haya sido la puñetera televisión o algún camión de la basura redoblando campanales de plástico. Quién sabe. No son ni las cuatro y media de la mañana y sé que no me dormiré.  No es la primera noche, llevo demasiadas así. Los ojos se abren y no hay nada que hacer. Es desesperante, las horas pasan como una lija vieja.

Me siento aliviado cuando, poco a poco, escucho a mis vecinos levantarse. El día arranca entre las quejas de las persianas y las bisagras mal engrasadas, las prisas por las escaleras y los saludos en el portal. Mi despertador acude a su cita diaria, pero hoy su puntualidad es innecesaria. He cedido a los reclamos de la rutina entre los bostezos y me he levantado antes de lo habitual. Corro la cortina y abro la ventana. Me besa la jornada recién estrenada. El suyo es un beso frío, de cielo despejado y tranquilo, que me invita a ir a trabajar dando un paseo en bicicleta. Acepto la invitación mientras me preparo un café. Me visto, me calzo y me santiguo -cartera, llaves, móvil-, antes de cerrar la puerta del primero veinte en el que vivo. Salgo a la calle, no hay ni tráfico ni hace demasiado frío; mis cuarenta y seis años resoplan resignados. Me aúpo y comienzo a dar golpes de riñón tratando de ignorar las quejas de mis rodillas, la falta de sueño y los kilos de más. Voy recuperando la dignidad -o al menos eso creo yo- al llegar a Madrid Río. Quedan atrás las nueve de la mañana como van quedando atrás las espaldas, las miradas, y las conversaciones de los jubilados en esta mentira de otoño añil.

Matadero, Casa del Reloj, Puente de Praga. Terrazas y columpios a mi vera. Sigo por una senda paralela a un cauce reformado, lleno presas y juncos, palomas, gaviotas y patos. Tras una recta amable, alcanzo los cien metros que hay del Puente de Toledo al de Arganzuela. Llegan sus rosales, las jardineras y ese amago de jardín francés que es uno de mis lugares favoritos de Madrid. El horizonte pierde por un instante su paréntesis de ventanales y balcones, y se ensancha, como en una sonrisa cómplice, entre la espiral metálica de un puente y la piedra labrada del otro. No puedo más que sonreir. Alargo la respiración, abro los brazos y me dejo llevar por la inercia. Es un instante de paz impagable. La realidad carraspea entre mis piñones y me zarandea. Una ligera cuesta me obliga a volver a esforzarme a los pedales. Al cabo de unos minutos, afronto el prólogo de tu barrio y, de nuevo, casi como cada día, vuelvo a recordar los brindis que me llevaron a tu portal hace ya unos cuantos meses atrás. Se vuelven a agolpar las frases, la música y las miradas por los bares antes de sentir caer mi ropa al pie de tu cama. De nuevo, creo verte a lo lejos, pero me equivoco, como he hecho en tantos otros sitios, en otras tantas veces. Siempre me equivoco contigo. Sé perfectamente que, en realidad, tan solo estás en mi ansia por no perderte, en mi querer por que estés, como está el recuerdo en una cicatriz o en todas estas noches sin dormir. Y déjame decirte desde aquí, montado en esta bicicleta blanca, que tu silencio es una puta mierda enorme que procuro llevar lo mejor posible. No sé nada de ti desde hace demasiado tiempo y las dudas mueren mal.


Vuelvo a la carretera. Es un milagro que no haya atropellado a nadie a estas alturas, la verdad. Pedaleo entre las curvas y el despecho; entre árboles adolescentes, gente y grava. Dejo atrás el Calderón, sus espejos, y la M30 haciendo de Guadiana. El Puente de Segovia, el del Rey; La Almudena y la Cuesta de San Vicente. Llego por fin a la oficina, aparco la bici blanca y cuelgo mis penas en la rutina laboral. Me recibe el despacho con papeles esparcidos, archivadores abiertos y los buenos días de mis compañeros. Es el alivio de otro día más. El ruido de fondo que me ayuda a seguir avanzando sin pensar demasiado. Apenas he comenzado la jornada y ya recibo una llamada. Son las diez y cuarto de la mañana de este octubre mediado, y tu nombre se anuncia en la pantalla como un volantazo que no presagia nada bueno. Me estallan los recuerdos, los meses y las noches en el pecho y la sien. Todo vuela en mil pedazos al pulsar ese icono verde que no para de saltar. No sé bien cómo contesté, pero por tu risa te debió gustar, tanto como a mí escucharte saludar.



Han pasado varias semanas desde que visité Valladolid. Déjame decirte algo que no te dije: desde entonces, no he vuelto a tropezar con las cuatro y media, ni con sus camiones ni con los redobles. Por eso te escribo hoy, para darte las gracias y, sobre todo, las buenas noches.