lunes, 19 de abril de 2021

SOBRE TODO.

Esta es una de esas primeras tardes alargadas de primavera. Cielo azul moteado en blanco, aire fresco que va y viene y cierta sensación de calor intermitente. El sol empieza a caer fuerte, la primavera llama a la puerta, se abren las ventanas y buscamos escotes entre la ropa del armario. Las aceras se llenan de gafas de sol y mangas cortas, y las mascarillas, al quitarse, descubren sonrisas y ganas de vivir por las terrazas, los paseos y las calles. 

Ahora mismo no sé bien dónde estoy. Voy en tren, camino a Madrid de vuelta de Salamanca. Me da que estoy cruzando la sierra a la altura de Segovia. Veo matorrales rompiendo las cimas redondeadas que dibujan un horizonte aún optimistamente verde. Ya vendrá el tiempo pardo de la calima y las cigarras. Como hoy no es un buen día, he de decir que el vagón va medio vacío. Si, en vez de haber dejado a Martina con su madre, estuviese escribiendo con ella al lado comenzando nuestras vacaciones juntos, seguramente el vagón estaría medio lleno. La cosa es que una vez más cruzo la meseta con el asiento contiguo vacío y la mirada perdida en el móvil. Ya van casi siete años de paréntesis, viajes y ráfagas quincenales de amor odio paterno filial, y he de reconocer que uno no se acaba de acostumbrar a este régimen de visitas. Un régimen es un régimen -sea de lo que sea- y va inexorablemente de la mano de lo áspero de admitir el mal menor, esa tarjeta de visita de la vida real en un mundo imperfecto e injusto que va muy en serio. 

Esta prórroga vespertina de luz ganada al reloj se alarga un poquito más mientras continúo golpeando la pantalla del teléfono como si fuese a encontrar una solución a mis penas de viajero y padre a tiempo parcial. El tren se para, estoy en el Escorial. Creo que estaba en lo cierto cuando comenté que podría estar cruzando Segovia hace un rato. Quién sabe, tal vez también esté en lo cierto al caer en la cuenta de que, tras estos golpes al teclado, no está ninguna solución a ningún problema, pero sí cierto alivio que ayude a llevar la pena de saber que al final de esta tarde me espera una cama vacía y una casa desordenada, con juguetes y dibujos por el suelo, ecos de una niña que apura las últimas tardes de su infancia, mientras su aprendiz de padre continúa improvisando, intentando mantener la compostura hasta en las despedidas. Sobre todo en estas primeras tardes de primavera.

jueves, 8 de abril de 2021

NECEDAD METAFÍSICA

Avilés, a raíz de la la industrialización abordada por el régimen franquista desde la mitad de la década de los 50, ha sido una de las ciudades más contaminadas de España. Lo fue durante muchos años. Seguramente mi generación haya sido la última que creció al amparo de aquellas chimeneas tan grandes que nunca paraban y, a la vez, la primera que tuvo que empezar a plantearse mayoritariamente salir del pueblo a buscarse la vida tras acabar de estudiar. El país industrial comenzaba a generar a mansalva leyendas urbanas migrantes.


Estar enfermo de niño en los 80 significaba ir al Ambulatorio de Llanoponte y ver la ría así.  


El caso es que creo que la mayoría de los que allí crecimos tuvimos una infancia feliz y una adolescencia efervescente. Por mi parte quiero añadir que el paso a la madurez fue algo desilusionante y tedioso. Seguramente siempre haya sido así, en todo tiempo y lugar, pero el caso es que comencé a desarrollar una relación de amor odio con la ciudad que me vio nacer y crecer.

Exactamente lo mismo me ocurrió con Pablo. Tras la barra del Culebro, con su constante mal humor, sus quejas rotas por unas risotadas envueltas en nicotina y unas eternas gafas de pasta, este chico desprendía un carisma personal imbatible. Era insoportablemente magnético. Apenas tenía un año más que yo, pero me sacaba varias vidas de ventaja. Para los que no lo sepáis " El Culebro" era uno de los pilares del Avilés más oscuro. Un bar entre una residencia de monjes franciscanos, un restaurante de menú del día y un histórico prostíbulo en la zona portuaria del casco antiguo de la villa. Esta localización, sobre todo en los años 80, era sinónimo de cierta decandencia, carácter forjado y esa extraña belleza que brota de las magulladuras. Desde la apertura del bar toda clase de lumpen, inadaptados y gente a contrapelo, se daba cita en aquel tugurio que para muchos quinceañeros fue el balcón al que asomarnos a las drogas, el hardcore, el grind, el rap, el mundo del skate, la contracultura y el underground más duro en general. Imposible resistirse. Todo fue gracias a Pablo, sobre todo cuando se puso al frente de aquel negocio que hasta entonces llevaban sus padres. Esto debió ser a  finales de los 80 si no me falla la memoria.

El Local y su gestor.


Fueron muchas noches, algunos conciertos y multitud de gente diferente, lo que hizo de aquel lugar uno de los espacios más sui géneris, no solo de Aviles sino de toda Asturias, regentado por un chico de rictus serio y -la mayor de las veces- con la cabeza rapada, dejando ver unas cicatrices enormes que se paseaban por el cráneo como un aviso a navegantes. En el Culebro descubrí muchas cosas, mucha gente, y seres a medio camino entre ambos términos. Escuché música nueva a todo volumen, me hablaron de arte, de literatura y de aberraciones políticas y politoxicòmanas de todo tipo. Entre muchas de las cuestiones que Pablo nos mostró, porque quiero hablar no solo por mí, fueron los fanzines.  Recuerdo algún número de uno llamado "Hostias en el bar", hará cosa de 30 años, colgado en la columna que había en medio del local. Desde entonces, y en todo este tiempo, el nombre y temática de los proyectos en los que Pablo se embarcó ha variado mucho, pero el caso es que gracias a esta querencia por el corta y pega fotocopiado durante tantas décadas, ha ido demostrando que es un artista con un gusto, una clase, una sensibilidad  y un saber hacer digno de la mayor de mis admiraciones. Y si la forma es impecable el fondo es fundamental: Pablo es Avilés.

Líneas más arriba os decía que mi relación con él, como con nuestro pueblo (tan natural como las gotas de lluvia estrellándose al caer contra el suelo) es de amor odio. Hemos discutido y reído, hablado más y menos bien a lo largo de todos estos años de tiempos difíciles en lo laboral y épocas de paciencia escasa por nuestras vidas personales. Hemos disfrutado la fiesta y sufrido la resaca. El caso es que, cuando estamos ya más cerca de los 50 que de los 45, las cosas que nos importan son las verdaderamente importantes: saberse compañeros. Compartir un viaje vital, a lo largo de tantos años, y con tanta gente, coordenadas y circunstancias en común, es algo muy valioso. 

Por eso cada vez que voy a Avilés me siento más cómodo, porque aunque ya no viva allí y los tiempos de adolescente ya no volverán jamás, sé que forma parte de mí y que yo soy como soy por haberme criado en sus calles. A día de hoy soy capaz de ver lo bello que tiene y hablar de él hasta con orgullo. Precisamente con ese orgullo quiero  anunciar que, en uno de los proyectos más ilusionantes e importantes de mi vida en los últimos 20 años (decidirme a editar impresas algunas de las cosas que escribo por estos lares), Pablo ha querido tomar parte co-editando, a través de su sello La Internacional Fanzinista, dicha publicación que se llamará "El valor del necio". Además, y por si fuera poco, este fanzine tendrá varios collages suyos en las ilustraciones que acompañan a los textos elegidos. Obviamente, estoy muy emocionado y no puedo estar más orgulloso. Para mí es un auténtico honor.


La memoria es una pared que se viste con jirones.



Pablo, te agradezco mucho tu trabajo, tu interés, tu confianza y tu arte. Muchas gracias, amigo, por hacer nuestro pueblo algo mejor.


Avilés