miércoles, 22 de diciembre de 2021

El 22 de diciembre.

Para casi todos nosotros, de críos, las vacaciones de Navidad comenzaban tal día como hoy, con el sorteo de la lotería puesto en la televisión de casa. En la actualidad, en nuestra vida supuestamente adulta, uno no sabe bien cuándo arrancan a tenor de la cada vez más pronta aparición del alumbrado colgado por las calles, las campañas publicitarias por todos lados y hasta esa excusa lamentable para hacer el ridículo que son las cenas de empresa. La puta Navidad. 

Qué quieres que te diga, entiendo perfectamente que estas fechas resulten difíciles de llevar, hay muchos excesos y demasiados compromisos para tan pocas fuerzas. El peso del tiempo agota. Y mientras, la vida va repartiendo por el camino tantas bofetadas de padre y puñaladas traperas que uno no sabe bien si esforzarse en aprender o en aprender a resignarse.

Sin embargo, pese a todo, como ya habrás imaginado, te escribo para desearte unas felices fiestas. Ya sabes que a mí me sigue gustando la Navidad; esta no deja de ser una vuelta a la niñez y la mía fue feliz. Cómo no querer volver a ella por un rato. 

Rilke dijo en un poema -que por supuesto no he leído en mi vida, ni falta que me hace- que nuestra verdadera patria es la infancia. Regresar a ella desde el exilio en la vida adulta creo que es un ejercicio tan necesario como deseable. Hoy más que nunca. Se lo debemos a nuestros mayores y los más pequeños, pero también nos lo debemos a nosotros mismos. Sobre todo en unas Navidades como estas, envueltas en tantas ausencias y miedos de tiempo de pandemia. Celebrarlas no nos será fácil, pero pocas veces ha sido tan necesario el lujo, no ya de recordar, sino de ejercer la infancia para poder celebrar la vida. Una vida que sigue, y que seguirá, como el recuerdo de los que parece que se fueron pero están aún con nosotros.

Lo creo de corazón y por eso te escribo. Porque me acuerdo de ti y porque te quiero mandar un abrazo muy fuerte con este mensaje: Feliz Navidad, joder.


miércoles, 25 de agosto de 2021

EL REGALO.

Lo que no puedo recordar es el año exacto, pero debían ser los primeros días de un junio de mediados de los ochenta. Eran tiempos de la EGB, el curso estaba apunto de acabar, y mis amigos y yo al salir de clase pasábamos aquella tarde radiante jugando al futbol en el patio del colegio. Yo estaba de portero porque mis reflejos no eran tan nulos como mi habilidad con el balón. Siempre fui un paquete, la verdad. 

Seguramente fuese viernes, el fin de semana se nos presentaba inmaculado, pero para todos nosotros el tiempo no existía. El mundo se reducía a aquella cancha y aquel partido. Eramos niños siendo niños. No había problemas ni preocupaciones, todo se limitaba a las filigranas de las patadas al aire con las que adornábamos nuestra niñez intentando alcanzar la quimera de marcar gol.

Nunca se me olvidará cuando a lo lejos vi la silueta de un adulto venir hacia nosotros. Era mi padre. Que estuviera allí era rarísimo, una sorpresa, y yo, como el crío que era, en ningún momento sentí la posibilidad de que algo malo hubiera pasado. En eso consiste la infancia, en no conocer las prisas ni los problemas; en pasar los días corriendo tras una pelota blanca y en alegrarte al ver a tus padres. Poco más. 

A mí me invadió una alegría tan grande que salí disparado a recibirle sin avisar a mis compañeros de que dejaba la portería vacía. De hecho, creo que el equipo contrario marcó o eso me pareció sentir a mis espaldas. Me daba igual.

-¡Papá, Papá! ¿Qué haces aquí?- pregunté tan sudado como feliz abrazándole.
-Venga, Arcadín; recoge que nos vamos a casa. ¡Mañana salimos de vacaciones a Benidorm!- contestó sonriendo. 

Pocas veces me he puesto tan contento en mi vida. Joder, que ni había acabado el curso. De inmediato recogí, me despedí fugazmente de mis amigos y de su mano fui hasta el 124 granate que teníamos por coche. Aquella sensación de felicidad fue tan grande que el tiempo no la ha traspapelado en mi memoria por mucho que me pesen estos 47 años -que tanto lo hacen- sobre todo en días como hoy. 

Ayer enterramos a mi padre. Falleció hace dos días, el 21 de agosto, en el Hospital de San Agustín de Avilés. Murió en calma, acompañado de mi madre, mi hermano y yo mismo, mientras le cogía de aquella mano a la que me aferré de niño, preso de la alegría por comenzar unas vacaciones de verano. 

Hoy es un día triste pero bello a la vez. La pena de la despedida; la belleza de la vida compartida.

Gracias, Papá, por el regalo de ser tu hijo.

sábado, 31 de julio de 2021

Una tormenta de verano.

Se entrevé la cornisa vecina al fondo del patio de luces. Se rompe por los mismos destellos que toman al asalto las paredes de mi dormitorio. Todo se pinta de blanco por un instante, todo se deforma y se desploma. Por los rincones de la habitación retumba esta tormenta de verano que no deja de tropezar. Se cuelgan de las cortinas las despedidas desordenadas de la brisa fresca y de nuevo llega el silencio a esta madrugada de lunes.

En una noche de julio todo es intenso y breve, la huella de la lluvia por las terrazas, el estruendo por los portales, la tregua del calor y esas sonrisas fugaces que adornan los amores de verano. Esos que todos viven pero algunos aún recordamos.

domingo, 18 de julio de 2021

156

Pasa el 156 ignorando la gente en la parada. Los bares de Doctor Esquerdo se echan a la calle copando de mesas y sillas la acera, charlas y cenas, ginebra, tónica, cigarrillos. Manos al alza, un camarero que se hace el despistado. Se ata los cordones como el avestruz entierra la cabeza. Tras él, una rata zigzaguea por la terraza atestada y se cuela en una brecha abierta en el macetero de hormigón. Nadie repara en ella salvo yo.

Continúo andando. Llego a un cruce, el semáforo está en rojo. Lo desprecio y le ignoro como el 156 a su parada, como el camarero a sus clientes y estos a la rata; como la paz a esta noche de Julio que se ha tomado muy en serio a sí misma. 

Qué ejercicio tan orgullosamente inútil como infantil es negar el saludo; qué simpleza tan grande yace en el egoísmo de mentirse a sí mismo para poder mentir a los demás, ninguneando al calor, el mal olor y el dolor de saber que este verano ha dejado de ser, desde hoy, un verano cualquiera.

"Puñal" era el título de uno de tus libros, esos que autoeditabas y vendías machacándote  las calles, terrazas y viandantes del centro de Madrid. Como la diagonal roja que cruza el pecho de la camiseta de tu amado River Plate, hoy ese puñal nos atraviesa el corazón que hay debajo de ella. 


Descansa en paz, Juan. Descansa en paz, amigo. Te seguiré viendo por las esquinas  de Salitre, Ave María y La Fe; por Ventura de La Vega, Tirso de Molina y Huertas; entre las barras de la albiceleste,  los goles de River y el partido a partido de ese Aleti que tanto llegaste a querer.

Hoy es un perfecto día de mierda. Pero los amigos estamos aquí para eso, para serlo pese a las cagadas como esta, para acompañarte en el recuerdo que nos dejas a mí, y a muchos, en este puto hasta luego tan a contrapié, tan traicionero y tan miserable que nos ha desvelado en esta madrugada de sábado desde Alfar, en Mar del Plata.

Buen viaje, Juan.

Chau.



lunes, 12 de julio de 2021

Entre coche y andén.

Yendo a coger el metro, me crucé con una mujer. Me pareció muy atractiva. 

Cercana a la treintena. Pelo moreno, liso y suelto que le llegaba por los hombros. Cazadora vaquera abierta y una camiseta blanca muy fina. Pantalones negros, no recuerdo si también eran vaqueros.

Caminaba rápido pero de un modo tan seguro como elegante que me atrajo de inmediato.

Obviamente, tras pasar a mi lado, no pude evitar darme la vuelta para mirarla.

Ella también se volvió.

lunes, 19 de abril de 2021

SOBRE TODO.

Esta es una de esas primeras tardes alargadas de primavera. Cielo azul moteado en blanco, aire fresco que va y viene y cierta sensación de calor intermitente. El sol empieza a caer fuerte, la primavera llama a la puerta, se abren las ventanas y buscamos escotes entre la ropa del armario. Las aceras se llenan de gafas de sol y mangas cortas, y las mascarillas, al quitarse, descubren sonrisas y ganas de vivir por las terrazas, los paseos y las calles. 

Ahora mismo no sé bien dónde estoy. Voy en tren, camino a Madrid de vuelta de Salamanca. Me da que estoy cruzando la sierra a la altura de Segovia. Veo matorrales rompiendo las cimas redondeadas que dibujan un horizonte aún optimistamente verde. Ya vendrá el tiempo pardo de la calima y las cigarras. Como hoy no es un buen día, he de decir que el vagón va medio vacío. Si, en vez de haber dejado a Martina con su madre, estuviese escribiendo con ella al lado comenzando nuestras vacaciones juntos, seguramente el vagón estaría medio lleno. La cosa es que una vez más cruzo la meseta con el asiento contiguo vacío y la mirada perdida en el móvil. Ya van casi siete años de paréntesis, viajes y ráfagas quincenales de amor odio paterno filial, y he de reconocer que uno no se acaba de acostumbrar a este régimen de visitas. Un régimen es un régimen -sea de lo que sea- y va inexorablemente de la mano de lo áspero de admitir el mal menor, esa tarjeta de visita de la vida real en un mundo imperfecto e injusto que va muy en serio. 

Esta prórroga vespertina de luz ganada al reloj se alarga un poquito más mientras continúo golpeando la pantalla del teléfono como si fuese a encontrar una solución a mis penas de viajero y padre a tiempo parcial. El tren se para, estoy en el Escorial. Creo que estaba en lo cierto cuando comenté que podría estar cruzando Segovia hace un rato. Quién sabe, tal vez también esté en lo cierto al caer en la cuenta de que, tras estos golpes al teclado, no está ninguna solución a ningún problema, pero sí cierto alivio que ayude a llevar la pena de saber que al final de esta tarde me espera una cama vacía y una casa desordenada, con juguetes y dibujos por el suelo, ecos de una niña que apura las últimas tardes de su infancia, mientras su aprendiz de padre continúa improvisando, intentando mantener la compostura hasta en las despedidas. Sobre todo en estas primeras tardes de primavera.

jueves, 8 de abril de 2021

NECEDAD METAFÍSICA

Avilés, a raíz de la la industrialización abordada por el régimen franquista desde la mitad de la década de los 50, ha sido una de las ciudades más contaminadas de España. Lo fue durante muchos años. Seguramente mi generación haya sido la última que creció al amparo de aquellas chimeneas tan grandes que nunca paraban y, a la vez, la primera que tuvo que empezar a plantearse mayoritariamente salir del pueblo a buscarse la vida tras acabar de estudiar. El país industrial comenzaba a generar a mansalva leyendas urbanas migrantes.


Estar enfermo de niño en los 80 significaba ir al Ambulatorio de Llanoponte y ver la ría así.  


El caso es que creo que la mayoría de los que allí crecimos tuvimos una infancia feliz y una adolescencia efervescente. Por mi parte quiero añadir que el paso a la madurez fue algo desilusionante y tedioso. Seguramente siempre haya sido así, en todo tiempo y lugar, pero el caso es que comencé a desarrollar una relación de amor odio con la ciudad que me vio nacer y crecer.

Exactamente lo mismo me ocurrió con Pablo. Tras la barra del Culebro, con su constante mal humor, sus quejas rotas por unas risotadas envueltas en nicotina y unas eternas gafas de pasta, este chico desprendía un carisma personal imbatible. Era insoportablemente magnético. Apenas tenía un año más que yo, pero me sacaba varias vidas de ventaja. Para los que no lo sepáis " El Culebro" era uno de los pilares del Avilés más oscuro. Un bar entre una residencia de monjes franciscanos, un restaurante de menú del día y un histórico prostíbulo en la zona portuaria del casco antiguo de la villa. Esta localización, sobre todo en los años 80, era sinónimo de cierta decandencia, carácter forjado y esa extraña belleza que brota de las magulladuras. Desde la apertura del bar toda clase de lumpen, inadaptados y gente a contrapelo, se daba cita en aquel tugurio que para muchos quinceañeros fue el balcón al que asomarnos a las drogas, el hardcore, el grind, el rap, el mundo del skate, la contracultura y el underground más duro en general. Imposible resistirse. Todo fue gracias a Pablo, sobre todo cuando se puso al frente de aquel negocio que hasta entonces llevaban sus padres. Esto debió ser a  finales de los 80 si no me falla la memoria.

El Local y su gestor.


Fueron muchas noches, algunos conciertos y multitud de gente diferente, lo que hizo de aquel lugar uno de los espacios más sui géneris, no solo de Aviles sino de toda Asturias, regentado por un chico de rictus serio y -la mayor de las veces- con la cabeza rapada, dejando ver unas cicatrices enormes que se paseaban por el cráneo como un aviso a navegantes. En el Culebro descubrí muchas cosas, mucha gente, y seres a medio camino entre ambos términos. Escuché música nueva a todo volumen, me hablaron de arte, de literatura y de aberraciones políticas y politoxicòmanas de todo tipo. Entre muchas de las cuestiones que Pablo nos mostró, porque quiero hablar no solo por mí, fueron los fanzines.  Recuerdo algún número de uno llamado "Hostias en el bar", hará cosa de 30 años, colgado en la columna que había en medio del local. Desde entonces, y en todo este tiempo, el nombre y temática de los proyectos en los que Pablo se embarcó ha variado mucho, pero el caso es que gracias a esta querencia por el corta y pega fotocopiado durante tantas décadas, ha ido demostrando que es un artista con un gusto, una clase, una sensibilidad  y un saber hacer digno de la mayor de mis admiraciones. Y si la forma es impecable el fondo es fundamental: Pablo es Avilés.

Líneas más arriba os decía que mi relación con él, como con nuestro pueblo (tan natural como las gotas de lluvia estrellándose al caer contra el suelo) es de amor odio. Hemos discutido y reído, hablado más y menos bien a lo largo de todos estos años de tiempos difíciles en lo laboral y épocas de paciencia escasa por nuestras vidas personales. Hemos disfrutado la fiesta y sufrido la resaca. El caso es que, cuando estamos ya más cerca de los 50 que de los 45, las cosas que nos importan son las verdaderamente importantes: saberse compañeros. Compartir un viaje vital, a lo largo de tantos años, y con tanta gente, coordenadas y circunstancias en común, es algo muy valioso. 

Por eso cada vez que voy a Avilés me siento más cómodo, porque aunque ya no viva allí y los tiempos de adolescente ya no volverán jamás, sé que forma parte de mí y que yo soy como soy por haberme criado en sus calles. A día de hoy soy capaz de ver lo bello que tiene y hablar de él hasta con orgullo. Precisamente con ese orgullo quiero  anunciar que, en uno de los proyectos más ilusionantes e importantes de mi vida en los últimos 20 años (decidirme a editar impresas algunas de las cosas que escribo por estos lares), Pablo ha querido tomar parte co-editando, a través de su sello La Internacional Fanzinista, dicha publicación que se llamará "El valor del necio". Además, y por si fuera poco, este fanzine tendrá varios collages suyos en las ilustraciones que acompañan a los textos elegidos. Obviamente, estoy muy emocionado y no puedo estar más orgulloso. Para mí es un auténtico honor.


La memoria es una pared que se viste con jirones.



Pablo, te agradezco mucho tu trabajo, tu interés, tu confianza y tu arte. Muchas gracias, amigo, por hacer nuestro pueblo algo mejor.


Avilés

miércoles, 3 de febrero de 2021

Entre lamentos

La brea del asfalto supura el calor del día como un penitente suspira al aliviar su carga. El aire está muy cargado. La acera luce el manto ocre a medio zurcir de las primeras hojas rendidas al ocaso del verano. Voy Castellana abajo. Desde Plaza de Castilla apenas me cruzo con unas pocas sombras por la calle. Caminan deprisa, creo que de la mano de alguna carcajada no muy convencida. Pasan a mi lado, pero ni me inmuto. Llevo ya un buen rato ensimismado, puede que horas. Se me había olvidado el inmenso placer de un paseo por Madrid y me agarro a él como un naufrago a un salvavidas. La noche me sorprende por Cuzco. Camino con los brazos escondidos en la espalda en una postura que comparto con mi hermano pero que no tengo muy claro de qué parte de la familia sacamos. Escucho mis pisadas. Apenas hay tráfico por la deserción urbanita en masa. Pero por poco tiempo. Hoy es la última noche de agosto. Mañana mismo las aceras se atiborrarán de administrativos somnolientos yendo a cualquier oficina de las que se aúpan en los rascacielos que me rodean.

Alcanzo Nuevos Ministerios. Saludo a Largo Caballero y a Indalecio Prieto; al fondo, El Corte Inglés. Disfruto de cada paso, de cada detalle de una ciudad que tenía abandonada de un modo muy injusto. Setos resecos adornan los portales. Aún les asfixia este septiembre recién comenzado. Colillas por el suelo, latas y bolsas de pipas por los bordillos, contenedores llenos. Neón resquebrajado entre las esquinas. Bombillas, anuncios, carteles, escaparates y semáforos. Su brillo se esparce sobre los ventanales de esta avenida desierta. Todo me parece inmenso. Atontado, me dejo perder entre la penumbra  de mis recuerdos. Puede parecer una locura, pero no puedo evitar sentirme igual de libre como cuando, por estas mismas fechas pero con veinticinco años menos, me zambullía en el Mediterráneo, a medianoche, desnudo y a solas. La luz de la playa era escasa y apenas llegaba a la orilla del mar. Yo sonreía desde el silencio de una oscuridad casi perfecta, tan solo rasgada por los pequeños faros de las embarcaciones ancladas a mi alrededor. Era entonces cuando disfrutaba de una paz y una libertad tan grandes como el mar que me abrazaba y calmaba mis angustias adolescentes. Justo como hoy, pero a quinientos kilómetros y miles de noches de distancia, en la inmensidad de una avenida abrumadora, prendida de faroles que me guiñan, mientras paseo por la ciudad que nunca me niega el sosiego de una oportunidad más.

Llegan Gregorio Marañón, Rubén Darío y después Colón. A la izquierda, La Biblioteca Nacional; a la derecha, el Museo de Cera y un lupanar escondido en una esquina con Génova. Por Recoletos el pitido de un taxi me devuelve al aquí y al ahora. Corren por el bulevar ribetes de otoño, embajadores del retorno a la fila, el orden y el horario. Se anuncia la brisa fresca que se colará en unos días entre las cortinas y las sábanas por recuperar. Las calles atardecerán cada vez más rápido entre recuerdos, desengaños y esperanzas. Como en este paseo y como en aquella tarde de noviembre en la que llegué a Madrid, dejando Asturias atrás como quien deja un punto y aparte. 

Mis amigos me decían que esta es una ciudad cruel e insufrible, de  gente arrogante y maleducada, siempre a la carrera. Una ciudad con calles pero sin paseos. Pese a Machado, Alberti y Miguel Hernández, pese a Neruda y Benedetti, esta ciudad tiene muy mala prensa. Sin embargo, a mí me enamoró desde la primera vez que la vi. No con un amor de mujer fatal, sino con un amor de ciudad abierta, donde nadie es de fuera. Cada esquina es una ocasión, una moneda al aire. Madrid son muchos pueblos superpuestos sobre una Villa y Corte de caminos, requiebros y avenidas infinitas; de reencuentros, de casualidades; de Rastro los domingos y arrebatos de diario; de doce líneas de colores con doce números enterrados; de miradas furtivas, de taxis y de cercanías; de cañas bien tiradas sobre barras de madera y metal, puertas entornadas, y tabernas añejas de solera y casta; de Mahou, tapa y azulejos; de Huertas, Latina y Lavapiés; de Antracita, Hierro y Bronce; de Calatrava, Arniches y Curtidores. Madrid, de mil calles con mil nombres; de mucha gente perdida buscándose por las noches. Madrid, de muchedumbre y de mucha gente sola. Madrid de paseos y de recuerdos. Madrid, como la vida, promesa de alegría entre lamentos.


La última noche de agosto.





martes, 26 de enero de 2021

LAS BUENAS NOCHES

Sin pretenderlo, me quedé dormido tumbado en la cama, vestido y con el televisor encendido. Afuera, el otoño se acomoda entre la hojarasca y la lluvia. Todo rezuma resignación, todo es silencio como en una paz impuesta. Cae una noche que se presume larga, callada y fría, pero algo me despierta y me desvela. Tal vez haya sido la puñetera televisión o algún camión de la basura redoblando campanales de plástico. Quién sabe. No son ni las cuatro y media de la mañana y sé que no me dormiré.  No es la primera noche, llevo demasiadas así. Los ojos se abren y no hay nada que hacer. Es desesperante, las horas pasan como una lija vieja.

Me siento aliviado cuando, poco a poco, escucho a mis vecinos levantarse. El día arranca entre las quejas de las persianas y las bisagras mal engrasadas, las prisas por las escaleras y los saludos en el portal. Mi despertador acude a su cita diaria, pero hoy su puntualidad es innecesaria. He cedido a los reclamos de la rutina entre los bostezos y me he levantado antes de lo habitual. Corro la cortina y abro la ventana. Me besa la jornada recién estrenada. El suyo es un beso frío, de cielo despejado y tranquilo, que me invita a ir a trabajar dando un paseo en bicicleta. Acepto la invitación mientras me preparo un café. Me visto, me calzo y me santiguo -cartera, llaves, móvil-, antes de cerrar la puerta del primero veinte en el que vivo. Salgo a la calle, no hay ni tráfico ni hace demasiado frío; mis cuarenta y seis años resoplan resignados. Me aúpo y comienzo a dar golpes de riñón tratando de ignorar las quejas de mis rodillas, la falta de sueño y los kilos de más. Voy recuperando la dignidad -o al menos eso creo yo- al llegar a Madrid Río. Quedan atrás las nueve de la mañana como van quedando atrás las espaldas, las miradas, y las conversaciones de los jubilados en esta mentira de otoño añil.

Matadero, Casa del Reloj, Puente de Praga. Terrazas y columpios a mi vera. Sigo por una senda paralela a un cauce reformado, lleno presas y juncos, palomas, gaviotas y patos. Tras una recta amable, alcanzo los cien metros que hay del Puente de Toledo al de Arganzuela. Llegan sus rosales, las jardineras y ese amago de jardín francés que es uno de mis lugares favoritos de Madrid. El horizonte pierde por un instante su paréntesis de ventanales y balcones, y se ensancha, como en una sonrisa cómplice, entre la espiral metálica de un puente y la piedra labrada del otro. No puedo más que sonreir. Alargo la respiración, abro los brazos y me dejo llevar por la inercia. Es un instante de paz impagable. La realidad carraspea entre mis piñones y me zarandea. Una ligera cuesta me obliga a volver a esforzarme a los pedales. Al cabo de unos minutos, afronto el prólogo de tu barrio y, de nuevo, casi como cada día, vuelvo a recordar los brindis que me llevaron a tu portal hace ya unos cuantos meses atrás. Se vuelven a agolpar las frases, la música y las miradas por los bares antes de sentir caer mi ropa al pie de tu cama. De nuevo, creo verte a lo lejos, pero me equivoco, como he hecho en tantos otros sitios, en otras tantas veces. Siempre me equivoco contigo. Sé perfectamente que, en realidad, tan solo estás en mi ansia por no perderte, en mi querer por que estés, como está el recuerdo en una cicatriz o en todas estas noches sin dormir. Y déjame decirte desde aquí, montado en esta bicicleta blanca, que tu silencio es una puta mierda enorme que procuro llevar lo mejor posible. No sé nada de ti desde hace demasiado tiempo y las dudas mueren mal.


Vuelvo a la carretera. Es un milagro que no haya atropellado a nadie a estas alturas, la verdad. Pedaleo entre las curvas y el despecho; entre árboles adolescentes, gente y grava. Dejo atrás el Calderón, sus espejos, y la M30 haciendo de Guadiana. El Puente de Segovia, el del Rey; La Almudena y la Cuesta de San Vicente. Llego por fin a la oficina, aparco la bici blanca y cuelgo mis penas en la rutina laboral. Me recibe el despacho con papeles esparcidos, archivadores abiertos y los buenos días de mis compañeros. Es el alivio de otro día más. El ruido de fondo que me ayuda a seguir avanzando sin pensar demasiado. Apenas he comenzado la jornada y ya recibo una llamada. Son las diez y cuarto de la mañana de este octubre mediado, y tu nombre se anuncia en la pantalla como un volantazo que no presagia nada bueno. Me estallan los recuerdos, los meses y las noches en el pecho y la sien. Todo vuela en mil pedazos al pulsar ese icono verde que no para de saltar. No sé bien cómo contesté, pero por tu risa te debió gustar, tanto como a mí escucharte saludar.



Han pasado varias semanas desde que visité Valladolid. Déjame decirte algo que no te dije: desde entonces, no he vuelto a tropezar con las cuatro y media, ni con sus camiones ni con los redobles. Por eso te escribo hoy, para darte las gracias y, sobre todo, las buenas noches.