miércoles, 22 de diciembre de 2021

El 22 de diciembre.

Para casi todos nosotros, de críos, las vacaciones de Navidad comenzaban tal día como hoy, con el sorteo de la lotería puesto en la televisión de casa. En la actualidad, en nuestra vida supuestamente adulta, uno no sabe bien cuándo arrancan a tenor de la cada vez más pronta aparición del alumbrado colgado por las calles, las campañas publicitarias por todos lados y hasta esa excusa lamentable para hacer el ridículo que son las cenas de empresa. La puta Navidad. 

Qué quieres que te diga, entiendo perfectamente que estas fechas resulten difíciles de llevar, hay muchos excesos y demasiados compromisos para tan pocas fuerzas. El peso del tiempo agota. Y mientras, la vida va repartiendo por el camino tantas bofetadas de padre y puñaladas traperas que uno no sabe bien si esforzarse en aprender o en aprender a resignarse.

Sin embargo, pese a todo, como ya habrás imaginado, te escribo para desearte unas felices fiestas. Ya sabes que a mí me sigue gustando la Navidad; esta no deja de ser una vuelta a la niñez y la mía fue feliz. Cómo no querer volver a ella por un rato. 

Rilke dijo en un poema -que por supuesto no he leído en mi vida, ni falta que me hace- que nuestra verdadera patria es la infancia. Regresar a ella desde el exilio en la vida adulta creo que es un ejercicio tan necesario como deseable. Hoy más que nunca. Se lo debemos a nuestros mayores y los más pequeños, pero también nos lo debemos a nosotros mismos. Sobre todo en unas Navidades como estas, envueltas en tantas ausencias y miedos de tiempo de pandemia. Celebrarlas no nos será fácil, pero pocas veces ha sido tan necesario el lujo, no ya de recordar, sino de ejercer la infancia para poder celebrar la vida. Una vida que sigue, y que seguirá, como el recuerdo de los que parece que se fueron pero están aún con nosotros.

Lo creo de corazón y por eso te escribo. Porque me acuerdo de ti y porque te quiero mandar un abrazo muy fuerte con este mensaje: Feliz Navidad, joder.


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