Voy en un bus camino de Salamanca. Es de esos que cortan la realidad de España como un bisturí y te dejan ver sus entrañas a base de ir haciendo paradas en multitud de pequeños pueblos por los que nunca antes habías pasado. Hoy es domingo, y para más inri, uno de agosto. Tal vez esa sea la causa de que apenas nadie se haya subido al autobús durante su larga e insufrible ruta. Al contrario, nos hemos limitado a ir repartiendo gente desde Madrid como un cartero hace con su faena.
En estas casi tres horas de viaje tengo sensaciones contrapuestas. Por un lado, la meseta a esta hora -son apenas las diez de la mañana- luce un aspecto atemporal. Un sol que promete justicia sobre persianas echadas y cientos de puertas cerradas como declaración de intenciones. Las casas selladas se parapetan encaladas para que no entren en ellas la luz, el calor y esa soledad que se respira por las calles. En ellas tan solo se puede ver, de vez en cuando, el desfile pausado de la tercera edad uniformada de gorra, bastón, y camisa de manga corta metida por un pantalón de tela que llega hasta la mitad del abdomen. Todo parece predispuesto para que no pase el tiempo. Esta tierra es una tela de araña para las horas y los calendarios.
Es entonces cuando, en medio de esta trampa de melancolía y silencio, los viajeros que van quedando por Espinosa de los Caballeros, Labajos o Madrigal de las Altas Torres, se me antojan mucho más que simples compañeros de vehículo. En la recta quietud de nuestra historia, hacen las veces de embajadores de un mundo que va cada vez más deprisa, que gira sobre sí mismo reinventándose una y otra vez. Hablo de la pareja de novias cogidas de la mano y colgadas de sus veintipocos años que iban a mi lado; hablo de la transexual -que era incluso aún más joven que aquellas- cincelada en una delgadez tallada de puro nervio que fuma un cigarrillo armándose de paciencia con un gesto tan fuerte como sufrido; hablo de las tres mujeres africanas, preciosas en la alegría de sus vestidos vivos, que iluminan con el espectáculo de sus enormes caderas, sus moños trenzados y sus tres pares de pendientes dorados, el apeadero de un pueblo que aún no ha reparado en su presencia. Todas ellas son la personificación del orgullo, la confianza y el desafío; del descaro, los nervios y la esperanza de lo nuevo. Para mí, encarnan la transformación de esta España tan ensimismada en la siega de la era, la cal de las paredes y el silencio en las calles; tan encastillada y tan presa de sí misma y de las penas de sus fantasmas.
El autobús continúa su ruta y llega a Salamanca casi vacío, apenas estamos un par de personas más y yo. Me bajo y me voy a buscar a mi hija; vamos a pasar todo el mes juntos. Mientras camino a su encuentro, me invade una alegría como pocas, y no puedo dejar de pensar en lo necesarios que son agostos así, en mi vida, y en la de tantas otras personas más.
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