miércoles, 25 de agosto de 2021

EL REGALO.

Lo que no puedo recordar es el año exacto, pero debían ser los primeros días de un junio de mediados de los ochenta. Eran tiempos de la EGB, el curso estaba apunto de acabar, y mis amigos y yo al salir de clase pasábamos aquella tarde radiante jugando al futbol en el patio del colegio. Yo estaba de portero porque mis reflejos no eran tan nulos como mi habilidad con el balón. Siempre fui un paquete, la verdad. 

Seguramente fuese viernes, el fin de semana se nos presentaba inmaculado, pero para todos nosotros el tiempo no existía. El mundo se reducía a aquella cancha y aquel partido. Eramos niños siendo niños. No había problemas ni preocupaciones, todo se limitaba a las filigranas de las patadas al aire con las que adornábamos nuestra niñez intentando alcanzar la quimera de marcar gol.

Nunca se me olvidará cuando a lo lejos vi la silueta de un adulto venir hacia nosotros. Era mi padre. Que estuviera allí era rarísimo, una sorpresa, y yo, como el crío que era, en ningún momento sentí la posibilidad de que algo malo hubiera pasado. En eso consiste la infancia, en no conocer las prisas ni los problemas; en pasar los días corriendo tras una pelota blanca y en alegrarte al ver a tus padres. Poco más. 

A mí me invadió una alegría tan grande que salí disparado a recibirle sin avisar a mis compañeros de que dejaba la portería vacía. De hecho, creo que el equipo contrario marcó o eso me pareció sentir a mis espaldas. Me daba igual.

-¡Papá, Papá! ¿Qué haces aquí?- pregunté tan sudado como feliz abrazándole.
-Venga, Arcadín; recoge que nos vamos a casa. ¡Mañana salimos de vacaciones a Benidorm!- contestó sonriendo. 

Pocas veces me he puesto tan contento en mi vida. Joder, que ni había acabado el curso. De inmediato recogí, me despedí fugazmente de mis amigos y de su mano fui hasta el 124 granate que teníamos por coche. Aquella sensación de felicidad fue tan grande que el tiempo no la ha traspapelado en mi memoria por mucho que me pesen estos 47 años -que tanto lo hacen- sobre todo en días como hoy. 

Ayer enterramos a mi padre. Falleció hace dos días, el 21 de agosto, en el Hospital de San Agustín de Avilés. Murió en calma, acompañado de mi madre, mi hermano y yo mismo, mientras le cogía de aquella mano a la que me aferré de niño, preso de la alegría por comenzar unas vacaciones de verano. 

Hoy es un día triste pero bello a la vez. La pena de la despedida; la belleza de la vida compartida.

Gracias, Papá, por el regalo de ser tu hijo.