La brea del asfalto supura el calor del día como un penitente suspira al aliviar su carga. El aire está muy cargado. La acera luce el manto ocre a medio zurcir de las primeras hojas rendidas al ocaso del verano. Voy Castellana abajo. Desde Plaza de Castilla apenas me cruzo con unas pocas sombras por la calle. Caminan deprisa, creo que de la mano de alguna carcajada no muy convencida. Pasan a mi lado, pero ni me inmuto. Llevo ya un buen rato ensimismado, puede que horas. Se me había olvidado el inmenso placer de un paseo por Madrid y me agarro a él como un naufrago a un salvavidas. La noche me sorprende por Cuzco. Camino con los brazos escondidos en la espalda en una postura que comparto con mi hermano pero que no tengo muy claro de qué parte de la familia sacamos. Escucho mis pisadas. Apenas hay tráfico por la deserción urbanita en masa. Pero por poco tiempo. Hoy es la última noche de agosto. Mañana mismo las aceras se atiborrarán de administrativos somnolientos yendo a cualquier oficina de las que se aúpan en los rascacielos que me rodean.
Alcanzo Nuevos Ministerios. Saludo a Largo Caballero y a Indalecio Prieto; al fondo, El Corte Inglés. Disfruto de cada paso, de cada detalle de una ciudad que tenía abandonada de un modo muy injusto. Setos resecos adornan los portales. Aún les asfixia este septiembre recién comenzado. Colillas por el suelo, latas y bolsas de pipas por los bordillos, contenedores llenos. Neón resquebrajado entre las esquinas. Bombillas, anuncios, carteles, escaparates y semáforos. Su brillo se esparce sobre los ventanales de esta avenida desierta. Todo me parece inmenso. Atontado, me dejo perder entre la penumbra de mis recuerdos. Puede parecer una locura, pero no puedo evitar sentirme igual de libre como cuando, por estas mismas fechas pero con veinticinco años menos, me zambullía en el Mediterráneo, a medianoche, desnudo y a solas. La luz de la playa era escasa y apenas llegaba a la orilla del mar. Yo sonreía desde el silencio de una oscuridad casi perfecta, tan solo rasgada por los pequeños faros de las embarcaciones ancladas a mi alrededor. Era entonces cuando disfrutaba de una paz y una libertad tan grandes como el mar que me abrazaba y calmaba mis angustias adolescentes. Justo como hoy, pero a quinientos kilómetros y miles de noches de distancia, en la inmensidad de una avenida abrumadora, prendida de faroles que me guiñan, mientras paseo por la ciudad que nunca me niega el sosiego de una oportunidad más.
Llegan Gregorio Marañón, Rubén Darío y después Colón. A la izquierda, La Biblioteca Nacional; a la derecha, el Museo de Cera y un lupanar escondido en una esquina con Génova. Por Recoletos el pitido de un taxi me devuelve al aquí y al ahora. Corren por el bulevar ribetes de otoño, embajadores del retorno a la fila, el orden y el horario. Se anuncia la brisa fresca que se colará en unos días entre las cortinas y las sábanas por recuperar. Las calles atardecerán cada vez más rápido entre recuerdos, desengaños y esperanzas. Como en este paseo y como en aquella tarde de noviembre en la que llegué a Madrid, dejando Asturias atrás como quien deja un punto y aparte.
Mis amigos me decían que esta es una ciudad cruel e insufrible, de gente arrogante y maleducada, siempre a la carrera. Una ciudad con calles pero sin paseos. Pese a Machado, Alberti y Miguel Hernández, pese a Neruda y Benedetti, esta ciudad tiene muy mala prensa. Sin embargo, a mí me enamoró desde la primera vez que la vi. No con un amor de mujer fatal, sino con un amor de ciudad abierta, donde nadie es de fuera. Cada esquina es una ocasión, una moneda al aire. Madrid son muchos pueblos superpuestos sobre una Villa y Corte de caminos, requiebros y avenidas infinitas; de reencuentros, de casualidades; de Rastro los domingos y arrebatos de diario; de doce líneas de colores con doce números enterrados; de miradas furtivas, de taxis y de cercanías; de cañas bien tiradas sobre barras de madera y metal, puertas entornadas, y tabernas añejas de solera y casta; de Mahou, tapa y azulejos; de Huertas, Latina y Lavapiés; de Antracita, Hierro y Bronce; de Calatrava, Arniches y Curtidores. Madrid, de mil calles con mil nombres; de mucha gente perdida buscándose por las noches. Madrid, de muchedumbre y de mucha gente sola. Madrid de paseos y de recuerdos. Madrid, como la vida, promesa de alegría entre lamentos.
La última noche de agosto. |
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