viernes, 9 de mayo de 2014

EN LOS ARRABALES DEL MATADERO


Esta mañana, yendo al trabajo en mi ruta habitual por el Paseo del Molino, iba pensando alguna cosa graciosa para poner por aquí. Llevo unos días muy cansado, no logró dormir bien y hoy va a ser un día muy largo. Dicen que la fatiga no existe, que es un estado de ánimo -cosa que comparto totalmente-, así que decidí que la mejor forma de afrontar la jornada era estar cargado de actitud positiva y buen humor.

Justo cuando estaba llegando al metro de Legazpi, sin duda alguna la plaza más fea de todo Madrid, una anciana se nos dirigió a mi y al tipo que en ese momento iba caminando a mi lado, éste siguió su camino pero yo me paré un segundo. Hablaba muy bajo, musitando,  por lo que apenas pude entender lo que decía. Tenía el pelo corto, totalmente cano y una​ brevísima chaqueta de punto azul, casi tan vieja como ella, que cubría un vestido blanco con algún estampado pasado de moda.

 La señora, entre tímida, débil y casi como pidiendo perdón, volvió a repetir:

- ¿Me puede dar algo para comprar unos yogures a mis nietos?

Eran las diez menos cuarto de la mañana y el mundo se acababa de desplomar sobre mí.

- Si quiere se los compro yo. No se preocupe -contesté.

Entré en la tienda que teníamos más cerca pero, por esas casualidades de la vida y las prisas de no ver el cartel, era una tienda de verduras y lógicamente​ no tenían lácteos en la nevera. Miré la cartera y no tenía suelto, así que cogí un billete de 20 euros que guardaba entre mil mierdas inservibles y se lo di.

-Tenga -dije. 

En cuanto lo cogió, me di la vuelta para bajar al metro con el cartel del Matadero enfrente, el mismo que irónicamente me despide y recibe a diario,  y la imagen de la abuela llevándose las manos a la cabeza de la sorpresa, a punto de llorar.​ 

Como yo mientras escribo esto, apenas un par de horas después.





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