lunes, 26 de mayo de 2014

NO ES PUTA, ES POBRE.




Han sido unos días de un calor exagerado. Apenas hemos rozado la mitad de mayo y una multitud impaciente ha procurado dar rienda suelta a escotes abismales, pantalones cortos y camisetas recortadas. Llevamos una semana sin poder encontrar una nube que mitigue los primeros latigazos del sol sobre mil pechos de pieles lechosas y demasiados músculos definidos con el afán protagonista del deporte entendido como una inversión y no como un desahogo.

En mi habitual paseo hacia el trabajo, emerjo del metro en Plaza España y me tropiezo con un montón de quinceañeros embutidos en negro, casi todos con el pelo teñido. Ejercen de lo que son -jóvenes-, mientras se desparraman por el escaso césped existente como el vino lo hace por cualquier mesa en una fiesta. Disfrutan del humo y del alcohol fresco; las hormonas van y vienen deslizándose por miradas que buscan la complicidad en una tarde noche de efervescencia adolescente. No puedo evitar rebuscar entre el grupo la imagen que tengo de mí mismo cuando tenía su edad hace ya bastantes años atrás. De primeras nunca me encuentro, tan solo al irme alejando caigo en la cuenta de que con la edad, entre otras cosas, se pierden vista y memoria. Esa ha de ser la explicación a no haberme encontrado entre ellos celebrando la vida como el árbol que se acuna con la brisa ajeno a que ésta precede a la tormenta. Ojalá puedan seguir haciéndolo mucho tiempo, pese a tipos como yo que se han convertido en lo que siempre despreciaron.

Continúo mi camino calle abajo. Gente trajeada fuma a las puertas de sus oficinas entremezclándose con mendigos que comienzan a buscarse la vida como gorriones entre palomas. En mi ruta me escoltan las farolas que se supone alumbran las aceras de la zona. Ya me he acostumbrado a su apariencia de papel forrado; de hecho, no sabría decir realmente de qué color están pintadas. Tan sólo me las puedo imaginar luciendo una tirada de miles de folletos colgados de estrechas tiras de celo, anunciando ofertas o demandas de trabajo, ventas de productos milagrosos, subastas, clases de yoga, anuncios apocalípticos y búsquedas de animales perdidos. Para mí, que nunca he visto a ninguna de esas farolas alumbrar nada, es lógico entenderlas como un espacio del que penden muchos pequeños y desesperados gritos de ayuda. Con sus bombillas fundidas en lo alto no logran evitar que pises alguna traicionera mierda de perro por la tarde; sin embargo, tal vez sí puedan lograr que alguien se anime a marcar un número de teléfono y unos escasos, pero necesarios euros, se muden de una miseria a otra.

Sigo avanzando y me cruzo con un anciano. Camina decidido y con paso acelerado. Sus canas despeinadas contrastan con un chandal azul muy desgastado y una camisa blanca que no desluce su aspecto en general descuidado, casi a mala fe. Me entristece pensar que esas deben ser las mejores galas a su alcance. Mal encarado, se dedica a arrancar decididamente todos los anuncios de cada poste que se tropieza en su andar, como ajusticiándolos. Por algún motivo deben molestarle. Su gesto no deja de ser una mezcla de desprecio y paciencia consumida. Seguramente, se considera armado de la razón y lucha en pos del respeto para con el mobiliario urbano; sin embargo, lo que logra es constatar, con cada hoja arrancada, lo insensible y deshumanizado de su carácter.

De fondo, tras los árboles que abrazan la primavera orgullosos y sonrientes, busco con la mirada una serie de pintadas que me recuerdan que muchos de los altos edificios que me rodean están abandonados a su suerte: unos presos de la mala salud de los negocios que albergaban, otros de la codicia de la especulación de sus dueños. Su aspecto decadente en pleno centro de Madrid era más propio de la postmodernidad del frío Berlinés que de la Gran Vía Madrileña, esa que se puede casi acariciar tan solo unos metros más arriba. Los trazos dibujados por unos cuantos artistas del aerosol y la nocturnidad, más la combinación para nada casual del estallido de la burbuja inmobiliaria y el auge del movimiento okupa, logran que esta plaza en el corazón de Madrid esté llena de contradicciones y paradojas constantes que, sin duda, hacen justicia al país que la bautiza.


Madrid Oeste.


No logro encontrar esas pintadas. Caigo en la cuenta que hace ya varias semanas esos gigantescos ataúdes de hormigón fueron eliminados a golpe de excavadora. Junto al vacío que han dejado en el paisaje urbano, ahora destaca mucho más el edificio que tenían a su vera, el  Edificio Catalunya. Su aspecto no difería en exceso de la apariencia triste y apagada de los demás aunque estuviese en activo. Sus cristales tintados están siempre cubiertos de polvo y apenas se logran distinguir de las losetas negras que forman la fachada. Es un edificio discreto, entre tímido y resguardado, al que la demolición de sus compañeros ha dejado al desnudo, desprotegido frente a las miradas de los que pasamos a su lado y casi nunca reparábamos en él. Alberga las actividades del Cercle Catalá: charlas, fiestas, calçotadas, exposiciones y obras de teatro en lengua catalana. Todas se desarrollan en él sin apenas reflejo en su exterior. Paradójicamente, comparte patio trasero con el Senado Español, esa institución tan vilipendiada por casi todos, como desconocida por la mayoría. En un fiel reflejo de la realidad, ambos se dan la espalda, quién sabe si para protegerse o para ignorarse. Tal vez no lo sepa nadie nunca.



Al vent.


Metros más abajo nos podemos encontrar  con la antigua casa de la "Real compañía Asturiana de Minas" que explotaba los yacimientos de Arnao y Santa María del Mar, lugares muy cercanos a mi pueblo natal, Avilés. A día de hoy, este edificio es ni más ni menos que la sede de la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid. Su aspecto es lustroso y elegante, pero tengo la sensación de que en sus adentros continúa siendo tan oscuro como la mina que lo levantó. Tal vez quieran enterrar  a ese Madrid que fue abierto, plural y descarado en lo más profundo de la tierra, junto al carbón que ya no se necesita.



De la mina, la cultura y los senadores.


Hace unos días, a la salida del trabajo vuelvo a hacer mi ruta habitual. Estamos en plenas fiestas de San Isidro y me cruzo con una niña vestida de chulapa acompañada de su madre. Cuando me acerco lo bastante oigo que están hablando en catalán. No puedo más que sonreír y pensar que no todo está perdido.

 Los días siguen siendo muy calurosos y a mi derecha puedo ver montones de turistas japoneses que se reunen con sus enormes cámaras ante el monumento a Cervantes pero la mayoría de los objetivos apunten a las figuras de Don Quijote y Sancho. De fondo, se puede observar la mole de ladrillo y cristal que es el Edificio España. El hidalgo Alonso Quijano alza su mano y de nuevo dudo si saluda al frente, o nos advierte de lo que hay detrás.


¡Corred, insensatos!




¡Maricón el último!


El Edificio España es impresionante, una especie de nuevo Escorial, un brillante resumen del país que lleva por nombre. Se levantó en pleno franquismo, fruto de las ansias del orden establecido por aparentar una modernidad victoriosa que en realidad estaba carente de contenido a pie de calle. No dejaba de ser un elogio a la prepotencia. Un enorme acto publicitario. Esta inmensa mole, salpicada de ventanas en formación militar y ladrillos anaranjados, siempre me ha recordado a ese tipo de construcciones tan recurridas por los regímenes totalitarios, esos que han de anunciarse continuamente bajo la bandera de lo sobrio, lo inamovible y lo imperecedero. Y eso es lo que se hizo.



Universidad Estatal, Moscú.



Palacio de la Ciencia, Varsovia.



Edificio España, Mongolia.

De servir de icono del régimen, de la mano del desarrollismo y del auge de cuatro grandes empresas, esta especie de Coloso de Rodas, esta pretendida metáfora de valores, se ha transformado en una realidad inapelable bien alejada de su intención original. Cuando este edificio vivía, lo hacía alimentándose de una mentira estatalizada. Con el paso del tiempo se ha transformado en un jarrón vacío, un adorno sin función, atrezzo de cartón pluma. Un enorme vertedero de pladur y orgullo mal entendido. Sin embargo es ahora, cuando está abandonado, cuando se ha convertido en una definición perfecta del resultado del llamado milagro económico español: el pelotazo; el ladrillo; el caballo grande ande o no ande. La oportunidad de unos pocos comprada por todos. Bueno, de eso y de mucho más. A día de hoy, la propiedad de esta ingente colmena de hormigón y acero está en manos del Banco de Santander, ese gran embajador de la Marca España, y en sus planes figuran la venta a un empresario chino (¿os acordáis cuando sólo vendían flores por la calle?) bajo la premisa de la demolición de un lugar que, pese a todo, se ha convertido en una referencia sentimental para la gran mayoría de madrileños.

Ante esta noticia, muchos han sido los que han intentado sacar del silencio y del olvido públicos a esta víctima de la especulación para denunciar su actual situación de abandono interesado. Entre muchas iniciativas, además de la recogida de firmas, unos valientes se han lanzado a rodar un documental en el que se refleja la enorme paradoja y triste realidad sobre la que hemos divagado en estas ya demasiado extensas líneas.  Como no podía ser menos, éste es un nuevo ejemplo de como están las cosas por aquí, el Banco de Santander ha luchado hasta el último momento por secuestrarlo y evitar su estreno en un vil ataque de censura soterrada.

http://quieroveredificioespana.wordpress.com/


 Así está el Edificio, así está la Plaza y así está el país. Levantado sobre mentiras, manejado por usureros, vendido con palabras hermosas que huelen a podrido.

Un día más, bajo las escaleras del metro y puedo volver a ver  aquellos chicos disolutos en búsqueda de sí mismos, perdidos entre destartalados puestos de helados cubiertos de garabatos. Observo los turistas mientras enfocan al personaje e ignoran al autor. Atisbo a lo lejos al escondido Cercle Catalá y tras él siento como dormita el Senado. Puedo ver los edificios abandonados, los hombres trajeados y los mendigos vagar. Palpo la especulación latente en el aire espeso por un tráfico incesante y acelerado. Respiro el aroma de esta España a la que muchos llamáis puta. Pero yo os he de confesar una cosa: para mí no es puta, es pobre.

Pobre España.


















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