martes, 5 de noviembre de 2013

Mierda

Me crié en un pueblo de cielo mayormente gris. Curiosamente, por las noches se vestía con un naranja misterioso y enfermizo que teñía la bruma al escurrirse entre las azoteas de mi calle. Tal vez sea ese el motivo por el que tenga la sensación, que no sé si es un recuerdo o una ilusión, de haber crecido en un Avilés envuelto en sombras por el día y luces por la noche.

La casa de mis padres no distaba demasiado del puerto; desde él nos alcanzaban las quejas oxidadas del acero que se retorcía en unas grúas incansables. Aquel constante estruendo no parecía asustar a nadie, no provocaba ningún comentario a la mañana siguiente, así que no tardé en ser uno más de los que comulgan con el silencio de lo asumido.

También recuerdo que nadie hablaba del olor a nausea que nos estrangulaba a diario. Supongo que todos estábamos tan acostumbrados que tan sólo caíamos en la cuenta de su existencia precisamente si nos faltaba. Siempre que volvíamos de algún viaje sabía que llegábamos a casa cuando nos recibía un aire denso y pestilente. Entonces, en el 124 granate de mis padres, mi hermano y yo nos arrimábamos a la ventanilla para observar el ejército de chimeneas que escoltaban nuestra entrada por la Autopista. Embobados, asistíamos al espectáculo de aquel desfile de pinceles gigantescos que, a base de trazar arañazos infinitos de humo, hacían del lienzo que nos cubría un gris inabarcable.

Como la vida misma, aquella fábrica nos negaba sol y aire para darnos el pan a cambio de robarnos a nuestro padre la mayor parte del día.

Y todo era tan normal como la noche anaranjada, como los constantes lamentos metálicos y la sonrisa de un niño, cuando todo empieza a oler a mierda, porque sabe que ya está en casa.







4 comentarios:

  1. Muy verdad todo pero sí que nos damos cuenta de que huele mal, es uno de los temas de ascensor: el clima y la contaminación. Lo que pasa es que ya no te acuerdas porque ahora vives en LOS ALPES.

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