miércoles, 19 de marzo de 2014

La maldición.



"Como el negativo de una foto, o mejor aún, como la radiografía de un enfermo: En blanco y negro". Así contestaba hace unos días a un amigo que me preguntaba cómo veía yo la Semana Santa. 

Dentro de poco la amenaza de su celebración llegará implacable. Su sombra espantará toda esperanza. Su aliento abraza con un aire, tan frío y húmedo, que cala hasta lo más hondo y escondido del corazón del hombre.

A estas alturas no creo que haga falta confesar que no crecí al abrigo del manto católico de la fe. Tampoco me vi forzado a renegar de él. Supongo que en mi vida, tan normal, anodina y desordenada como las demás, no me he visto obligado a ejercer la militancia, ni a favor ni en contra, sino todo lo contrario, del posicionamiento religioso.  Han sido el tiempo y mis decisiones las que me han ido llevando a estar recostado en esta orilla donde no se hace pie. Como ser humano que soy, estoy preso de mis contradicciones, de mis pasiones, de mis fobias y desconfianzas. La apostasía aguarda a ser recuperada de entre montones inmensos de desidia. Mientras  tanto, me gusta bromear con mis amigos sobre eso de que mi catolicismo es como mi heterosexualidad: no practicante. Bendito humor.

Creo que no miento si digo que nunca he sido una persona especialmente bien hablada. Mis visitas al santoral y toda la sagrada familia son más que recurrentes,  cosa por otra parte bastante normal en el norte en el que me ha criado. Sin embargo, esto no me ha impedido tener amigos de misa habitual; o pasar muy felizmente la infancia y la adolescencia en un colegio confesional, así como conocer a mucha gente con creencias que trascendían lo puramente material. Supongo que, tanto ellos como yo, siempre hemos compartido el sentido por la palabra respeto. Al menos en un principio.

Para mí, la Semana Santa es un cúmulo de hipocresía y languidez mórbida. Toda esa imaginería macabra, barroca, sangrienta y casi obscena, jamás ha logrado hacer cercano ese sentimiento de culpa y arrepentimiento que, al menos en apariencia, es comúnmente compartido por la mayoría del personal.

Cero empatía.

 Todos estos años de procesiones, llantos y silencios, no han hecho más que lograr el efecto contrario. He identificado la fe, ese pasaporte supuestamente infalible que da la vida eterna, como algo alienante y totalmente alejado de cualquier sensación liberadora. Como una bala de fogueo en un rifle con el punto de mira mal calibrado.

Los grilletes, las gotas de sangre, los pies descalzos, los capirotes de los nazarenos, el aliento contenido...El catolicismo, el mensaje de Jesús, se supone que ha de transmitir una esperanza que vence hasta la muerte. Eso es lo que escenifica, en toda su crudeza, el desfile del "Ecce Homo". Una figura atormentada, acompañada de innumerables vírgenes plañideras engalanadas con gruesos mantones de tela bordados en plata y oro, con la ardiente escolta de unos cirios consumidos.

Estas fechas llegan puntualmente fieles a la cita como recordatorio del sacrificio, la traición y la culpabilidad que arrastramos desde que nacemos pero que, finalmente, otorgan una recompensa para los justos. Un portón dorado se abre mientras San Pedro nos saluda amable bajo un cielo infinitamente azul.


Para mí es justo al contrario. La Semana Santa es el pesado y desvencijado cerrojo que se usa todos los años para encerrar la esperanza del hombre en ese viejo y enmohecido armario que es la Iglesia. Una rúbrica implacable sella su destino año tras año, condenándola a la soledad, al aislamiento, a la desesperación.  No hay un resquicio por el que se cuele un soplo de aire fresco. Sólo existe una puerta de bisagras oxidadas que se cierra empecinada, de espaldas al exterior, negando la realidad, confirmando el castigo de la existencia, alejándose del mundo y de la vida.


Por eso, aunque suene paradójico, desde el cielo gris de mi cuna norteña, apenas puedo apreciar ese otro gris, peregrino y lacerado, tan distante y tan distinto, con el que se tiñen los pueblos de España en la supuesta fiesta de la esperanza penitente. Para mí, la Semana Santa es la condena de un velo que opaca todo rayo de luz, un portazo que resuena desesperante y se siente retumbar sin cesar, como el eco de un niño cayéndose en un pozo sin fondo.

Como una maldición.



















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