martes, 4 de marzo de 2014

La sonrisa bajo el pasamontañas.



Creo que desde este balcón ya he profesado en repetidas ocasiones mi amor por la villa de Madrid. Sin embargo, estos días que se escurren entre febrero y marzo me hacen tropezar con alguna de las pocas cosas que no me gustan de mi ciudad de adopción. Y es que me parece muy curioso que en un pueblo tan sumamente plural y abierto como éste, con tantas ganas de celebrar la vida y los caminos que se encuentran, no haya calado nunca el espítitu del Carnaval. 


Provengo de un lugar gris, ahogado entre niebla y polución, que en mi infancia tomaba estas fechas como una excusa para sacudirse las penas del hierro oxidado y se olvidaba de esa eterna humedad que nos carcomía por dentro. Aquellos años de Antroxu, de rincones travestidos con adultos y adolescentes  celebrando por igual, ya han quedado atrás. No así su recuerdo. Aquella comunión generalizada de actitud y ejercicio vital cobraba vida, y literalmente se podía palpar, en la multitud que se desparramaba por unas calles indómitas y espontáneas, que eran de nadie y de todos.


He quemado muchos capítulos de mi vida pero ésta sigue siendo, por muchos factores, mi fiesta favorita: por historia, por ser popular, por ser ácida, por ser política, por ser sexual, por ser platónica, por ser autónoma y si me lo permitís hasta libertaria. Por concepto y por realidad.


 El Carnaval es de la calle, de la protesta frente a los poderes establecidos en la legalidad, en lo religioso y hasta en lo personal. Es la mayor válvula de escape que ha conocido el devenir miserable de la gente común desde hace demasiado. Ni coronas, ni cruces, han podido solapar esa necesaria salida al corsé que nos obligan a sufrir. No lo olvidemos.


El Carnaval no es un antifaz de porcelana en Venecia,
 es el pasamontañas parapetado en máscara frente a la miseria que nos imponen. Tampoco es una mulata poniendo cachondo al personal en Tenerife, sino la libido desnuda de cilícios y miedos heredados. Es la liberación y la justicia del caos en estos días de cuadrícula y orden, en los que nos pretenden vender todo profilácticamente envuelto. Es perderse anónimo por una calle bulliciosa, desordenada, azarosa y sorprendente como puede ser la vida misma. Es el populacho riéndose de su mala suerte mientras señala la carga que le cruje los lomos diariamente, que le seca el alma con el chantaje del pánico en la vida real y la condena eterna en la supuesta. El Carnaval es el poder del lumpen que desafía, con una sonrisa socarrona, al frío del invierno que vivimos, ya sea en el campo más embarrado o en los arrabales urbanos de remiendos, vestidos roídos y calles mal empedradas.


Las noches empequeñecen, pero la primavera aún se ve lejana entre la escarcha y el vaho que se quiebra bajo un sol que apenas empieza a calentar. De ahí lo necesario y urgente de este grito con el que la carne reta lo trascendente y lo correcto, que se adelanta a ese manto sombrío de penitencia que es el miércoles de ceniza, a partir del cual el silencio nos devuelve a la dictadura de la realidad, con sus penas y sus normas del orden establecido.

Es entonces cuando, si escuchamos atentamente, aún podremos sentir como continúan resonando las voces y las carcajadas pasadas, y tal vez eso nos recuerde que resistir es vencer. Como resiste la sonrisa bajo el pasamontanas.

Que el martes de Carnaval nos abrigue del invierno.

Disfrutemos.


La vida es una lucha perdida que se lleva mejor riendo.




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