lunes, 11 de abril de 2016

El del medio de los gichos.

Tal vez fue por estas fechas en el año 2008 cuando pisé por primera vez el IES "Calderón de la Barca" de Madrid. Llevaba unos meses trabajando como profesor interino de historia en la capital y me adjudicaron una suplencia que ahora mismo no recuerdo cuánto tiempo duró. No debió ser mucho, pero varias cosas de mi estancia en ese Instituto del barrio de Carabanchel se me quedaron grabadas .

Una de ellas fue la experiencia de compartir tiempo con un grupo de alumnos del primer ciclo de la ESO. No eran muy numerosos,  tal vez unos quince, pero eran muy simpáticos y componían un grupo muy curioso. Recuerdo que aparte de una minoría madrileña, había un chico japonés, una iraní, una argentina o uruguaya, un bosnio, varios sudamericanos y creo que un chino, el cual siempre estaba callado pero me decían los demás que sabía insultar perfectamente en castellano a sus compañeros durante el recreo.

Durante los primeros días de clase les asigné un mote, ya que estaba seguro de que ellos a mí también lo habían hecho. Dado lo variado de su procedencia, y que poco o nada avanzaban en el día a día porque no se dedicaban más que a hablar, les bauticé como "La ONU". No se lo tomaron a mal, pero habría que  haber visto cómo me hubiese tomado yo conocer el mío, cosa que nunca supe. Sea como fuere, intentando hacer de la necesidad virtud, dediqué alguna hora a que explicaran al resto de clase de dónde venían y cuáles eran sus raíces para que así todos nos conociésemos un poco más.  De entre ellos, recuerdo especialmente dos casos. Uno, el del chico bosnio. Un chaval espigado, moreno de pelo corto, mirada despierta y una sonrisa pícara en la cara que definía a la perfección el espíritu de un niño feliz en el cuerpo de un adolescente que aún no sabe de su condición como tal. Era muy locuaz, y el estar sentado en primera fila facilitaba que casi siempre le tuviese que llamar la atención por no dejar de hablar con su compañero de pupitre, al que le unían varias similitudes de carácter pese a que era de origen japonés. Toda aquella energía y fuerza vital se apagó cuando le tocó hablar. Se puso bastante serio ya que, pese a no saber nada realmente y no tener recuerdos propios, sus padres le habían dicho que llegaron a España huyendo de la guerra de Bosnia hacía unos diez años. No quise, ni averiguar demasiado, ni que se me notase en exceso que aquellas eran palabras mayores, por lo que intenté cambiar de tercio y tomar yo las riendas de lo que quedaba de clase.Una de las alumnas madrileñas se llamaba Lola y era gitana. Fue el segundo caso al que me refería. Cuando le pregunté si sabía de dónde venían los gitanos, me miró sorprendida y confesó que no. Lancé al resto de sus compañeros la cuestión y una voz desde el fondo de la clase exclamó convencido: "Yo sí. ¡De Aluche!". Las carcajadas consiguientes hicieron olvidar la tensión anterior y me dieron la oportunidad de aprovechar mi experiencia laboral para lograr mantener a  "La ONU" callada y atenta durante unos minutos.



El del medio era el Jeros.



Durante mi vida en Asturias, trabajé varios años con y para romanís en una asociación llamada por aquel entonces " Fundación Secretariado General Gitano". Cuando comencé, apenas sabía lo que me iba a encontrar, pero el escapar del trabajo industrial, mayoritario en Avilés, ya era todo un logro y hasta una necesidad. De ahí mi entusiasmo y motivación; era un reto totalmente nuevo, una oportunidad en la que, además, conocía a varios de  los que iban a ser mis compañeros de labor, así que no me sentía solo. Al decirle a mis padres cual iba a ser mi trabajo la sorpresa fue considerable. Mi madre calló porque no sabía cómo reaccionar pero mi padre afirmó tajante: "Van a flipar. Yes tú más gitano que ellos". Como por entonces tenía el pelo largo y sin cuidar, iba bastante desaliñado y casi siempre vestía camisetas negras envejecidas, no creo que le pudiese quitar la razón a mi progenitor. Me lo tomé como lo que era, un espaldarazo, y con semejante muestra de cariño, no pude comenzar más que ilusionado. Tenía muchas ganas.


Durante una temporada fui el Informador Juvenil de Avilés. Me encargaba de gestionar y realizar actividades de campo con el sector más joven de mi ciudad  y su comarca. Más adelante, como coordinador de juventud de Asturias, pude viajar a Hungría a un congreso europeo sobre la cuestión. Allí fui consciente de cómo los gitanos en España habían perdido prácticamente al completo señas de identidad tan importantes como el idioma sin que apenas se le diese la importancia que tenía. Yo y Marcos, que era mi compañero y el primer gitano universitario asturiano, observamos como,  mientras que los jóvenes gitanos de Centro Europa podían comunicarse entre ellos en su lengua pese a las diferentes variantes, nosotros estábamos pendientes de una traducción al inglés. Una verdadera pena.


Se suponía que era Break dance.


La cuestión es que, durante aquellos años, hice mil tareas y aprendí muchas cosas que tal vez nunca hubiese descubierto por mí mismo. Fue una experiencia única, muy intensa, con momentos buenos y malos que me hicieron crecer como persona y me dieron la ocasión de poder hablar un buen rato con aquel grupo de escolares sobre la historia de los antepasados de Lola.


El caso es que la relación que tiene España con el pueblo gitano se asemeja bastante a la que tiene con Portugal: pese a la cercanía, se le da la espalda como si ignorando la existencia del vecino se evitase la cotidiana e inevitable interactuación  existente. Nada más lejos de la realidad. De hecho, el contacto fluido ído y continuo desde hace siglos con la comunidad gitana se ha hecho patente en muchos aspectos que van más allá del tópico de la música y el mercado ambulante. Las comparaciones son odiosas pero a veces muy aclaratorias y hasta necesarias. Valga como ejemplo señalar que es de común conocimiento a pie de calle que en la lengua castellana existen muchísimas palabras de origen árabe; sin embargo, no se sabe que el origen de expresiones tan habituales como queli, pinrel, chachi, chaval, canguelo o currar, está en el caló, el idioma que esta comunidad trajo consigo a la península durante el reinado de los Reyes Católicos. Seguramente nadie  ha considerado importante que se sepa, cuando es algo muy interesante y parte del patrimonio cultural de este país. De hecho, cuestiones como ésta no hacen más que reafirmar que el desconocimiento de la historia gitana en España implica el desconocimiento de la propia historia de España, con todo lo que conlleva, porque el que no sabe, es como el que no ve; y la ignorancia suele dar pábulo a miedos, recelos y actitudes de rechazo allá donde campe, tanto en unos como en otros.


"-Lola, ¿y si te digo que eres de la India?" -pregunté.


Ante el desconcierto de la chavalería, les expliqué que el pueblo de su compañera era originario del norte de aquel país, no del barrio de Aluche, y que sufrió un proceso de migración generalizado en el SXI después de Cristo. Por aquel entonces, agrupados en clanes familiares, miles de familias se montaron en sus carromatos en busca de oportunidades en otras tierras. Así, llegaron a Europa. Una gran mayoría se instaló en el centro del continente, en donde actualmente se encuentran Chequia, Eslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria. De hecho, su impacto en aquellas zonas es muy visible en la actualidad ya que son minorías étnicas muy importantes y para nada residuales. Hay millones y son una parte reconocible de la población. En España, son una minoría no tan numerosa y, pese a que la mayor parte habita en el Sur, llegaron en primera instancia a Barcelona desde Egipto -cuestión discutida hasta la actualidad-  a mediados del SXV.


Sin querer entrar en muchos detalles etnográficos, me centré en una serie de anécdotas para hacer mi discurso entretenido. Les conté que, precisamente, el haber llegado a la Ciudad Condal desde aquel país africano, tuvo sus consecuencias. A los recién llegados se les denominó "Egipcianos" y de ahí vino el término "gitano" por el que son apelados en España, a diferencia de lo que ocurre en la Europa continental  donde son conocidos como "zíngaros". Por otro lado, como desde Barcelona se inició un nuevo periplo hacia el interior de la península, al penetrar por Cataluña estos visitantes se fueron encontrando con gente no-gitana que se dedicaba a la vida en el campo. Eran los "payeses".Y de esta denominación derivó el vocablo "payo" con el que a partir de entonces se refirieron a todos los no-gitanos que se iban cruzando por el camino, fuesen o no campesinos, catalanes, blancos o católicos.


Ante las caras de incredulidad de la clase y el silencio reinante, finalicé comentando que para aquellos "egipcianos" los bienes más valiosos eran la salud y la libertad. Por eso se despedían siempre diciendo "Satispén talí" -salud y libertad en caló-, y en mi opinión, esos son unos valores que no deberíamos olvidar nadie, vengamos de donde vengamos



La bandera Romaní: una rueda de carromato como escudo entre el azul del cielo y el verde del camino.



La clase fue un éxito y me regaló la anécdota de "Aluche", que es una de mis favoritas pero no la mejor. El caso es que durante unos meses, antes de instalarme definitivamente en Madrid, estuve trabajando como Profesor de Adultos en una barriada de Avilés. El objetivo era ayudar a varias personas, en situaciones muy desfavorables y de exclusión, a sacarse el graduado escolar. Había payos y gitanos, y entre estos últimos estaba  Alejandro, un compañero en la asociación en la que trabajaba. Tenía veintipocos años y era padre de familia; educado, simpático y proactivo hacía las veces de "mediador", lo que viene a ser un interlocutor entre el "trabajador social payo" y la comunidad gitana. Pertenecía a ese grupo de gitanos más establecido y alejado del mundo de la infravivienda con todo lo que ello significa. Desde los últimos años del franquismo una parte mayoritaria del pueblo gitano en España  había abandonado el credo católico para abrazar una vertiente del protestantismo. De hecho, este es un eje central en sus vidas y en su modo de relacionarse, ya que "el culto" -como ellos lo llaman-, es diario y de una importancia básica dentro de la comunidad. Alejandro era pastor de la Iglesia, y eso le hacía ser respetado especialmente. Su imagen y comportamiento debían ser ejemplares ante los demás, así que, como uno de nuestros objetivos era evitar el fracaso escolar entre los jóvenes, se decidió a sacar el graduado siendo a la vez compañero y alumno mío.


Era de los mejores estudiantes, aunque eso no era demasiado difícil, la verdad sea dicha. La carencia total de base; las dificultades del día a día y las tremendas diferencias entre los alumnos, hacían imposible seguir con un ritmo normal las clases dentro del calendario marcado. Si algo debía liquidarse en una semana, como poco nos llevaba dos. La dureza del camino se veía recompensada con los avances, que pese a ser tímidos en su contexto eran enormes, y por los alucinantes momentos que pude vivir. A un chico gitano le pregunté dónde tenía familia y si me la podía localizar en el mapa autonómico. Aquello fue un fracaso ya que, cuando iba a visitar a sus familiares gallegos, él sabía que iba para Galicia, pero realmente no sabía hacia dónde se estaba dirigiendo. Cuando le mostré el lugar exacto, le comenté que el nombre del pueblo de su primo, Finisterre,  lo habían puesto los romanos y significaba "el fin de la tierra", cosa que él no pareció entender muy bien ya que me preguntó -no sin cierta lógica- por qué no se le cambió el nombre después de que Cristóbal Colón descubriese América y se supiese que había más tierra. Ramón, que así se llamaba el protagonista, no paraba de decir que vaya nombre más sin sentido y engañoso era ese, a no ser que Colón fuese Romano y no quisiese cambiarlo a posta. A día de hoy le doy cierta parte de razón, pero apenas tengo esperanzas de que recuerde por dónde cae dicha localidad a la que tan a menudo va.



En otra ocasión tuve que intentar enseñarles a calcular el área del círculo. Aquello ya eran palabras mayores. Joder, ¡si acababan de descubrir Galicia!. Primeramente, el concepto de área no fue captado del todo hasta que lo comparé con el área de un campo de fútbol. Vamos, que se llamaba así donde se podía pitar penalti dentro de un dibujo, aunque éste no fuese necesariamente rectangular. Una vez asimilado ésto, comencé a decirles que para saber cuánto espacio hay dentro de un círculo, un payo muy listo, hacía mucho tiempo, había descubierto una fórmula mágica que siempre nos iba a dar la solución: A = \pi  r^2\,¡La cosa no podía ser más sencilla!



Preferí comenzar a explicar dicha fórmula por el radio, haciendo hincapié en que no tenía nada que ver con la "arradio" del coche, ni nada parecido, sino que era una línea recta que va del centro del círculo hasta el límite del mismo. Vamos, igual que esas varitas metálicas de las ruedas de las bicicletas, que precisamente se llaman así: radio. Hasta ahí, todo más o menos bien. Las dificultades comenzaron cuando tuve que explicar el término "cuadrado" al aplicarlo a una cifra. Con fortuna, tras repetirlo unas pocas veces, el personal comprendió que cualquier número al cuadrado significa que se multiplica por sí mismo y no por dos que era lo más aparente.


Finalmente llegamos al número Pi. Ahí me puse serio porque era la clave de todo. De nuevo, insistí que un hombre muy, muy, pero que muy sabio, hacía mucho tiempo que había descubierto que multiplicando un número -llamado Pi- por el radio al cuadrado de un círculo podemos saber cuál es el área de dicho círculo.


"-Pero, ¿cómo lo averiguó, Arcadio? ¿Tenía calculadora electrónica?" -me preguntaron.

Yo les dije que no muy serio. Forcé mi gesto y  logré que el silencio se impusiera en el aula. Todos me observaban esperando mis palabras, así que puse un tono de voz grave, vocalicé al máximo, elevé el volumen y me lancé.

"-El número Pi es siempre, siempre, siempre: 3`14. Venga, ¡que es muy fácil!.¡No hay fallo! Ese es siempre, siempre, el número Pi. ¡Siempre!" -exclamé.

El silencio se mantuvo varios segundos hasta que Alejandro, que no había dejado de mirarme atentamente durante toda la explicación, dijo: "No".

"-¿Cómo que no, Alejandro?"- respondí.

Al momento, se me vino a la cabeza que tal vez supiese que, como poco, el número Pi era 3´1416. Así que le animé con la mirada a que me contestara y ratificara su condición de alumno aventajado frente a los demás. Como en la Guerra de las Galaxias aquello era "Una nueva esperanza" para el que escribe estas líneas.

"-Pues no, Arcadio. Ese será el tuyo. El mío es 2416" -dijo seriamente convencido, mientras se echaba la mano al bolsillo para mostrar lentamente su Motorola al resto de la clase como un abogado muestra la prueba definitiva al jurado.

Yo creí que me moría allí mismo.

"-El Pin, no; joder, Alejandro. ¡El Pin, no! ¡Pin, no!.¡Pi!"

Mi alumno no se lo podía creer.

"-¿No es lo mismo Pin que Pi?" -preguntaba colorado mientras los demás callaban. "-¿De verdad?."

"-Sí, Alejandro, de verdad.Venga, vamos a dejarlo por hoy"

"-Vale, ¿te acerco a casa en la furgoneta?"

"-Deja, no hace falta."


Han pasado ya unos trece años desde aquello y hace mucho tiempo que no tengo un contacto directo con la comunidad gitana. Sin embargo, cada vez que se acerca el ocho de abril, que es el día que se les dedica internacionalmente, no puedo evitar recordar que, pese a lo mal que se me daban las matemáticas, uno de los mejores momentos de mi vida me lo dio un número de nombre escaso y decimales infinitos, gracias a la salud y la libertad,  como si yo fuese el del medio de los Chichos.

Te quiero, \pi













3 comentarios: