miércoles, 16 de diciembre de 2020

De una puta vez

—¿Qué?, me dijiste extrañada. 

En un repentino ataque de vejez, el tren había comenzado a quejarse, y sus lamentos, rebotando contra aquella curva que le resultó insufrible, me robaron todo lo que me había atrevido a decirte. En medio de aquel chirrido, oxidado y traicionero, remendé mis discurso a trompicones y recogí algunas palabras del aire como un torpe intenta cazar mariposas. Poco pude hacer. La que había sido la frase más desesperadamente entregada y bonita que había dicho en los últimos años se perdió, para siempre, en una curva de la línea tres de metro. 

Lo único que me queda de aquel momento es el olor de tu pelo, apagado y mal recogido, y las ganas -tremendas- de besarte al sentir erizarse la delgadez de tu cuello mientras te hablaba al oído. Lo que te pude haber dicho ya no tiene la menor importancia. Aquel chirrido terminó y tú te limitaste a apartarte, abriendo los ojos como se abren las puertas con un golpe de aire. Estabas pegada a mí y, sin embargo, ya eras definitivamente inalcanzable. Seguramente siempre lo habías sido, simplemente descubrí lo que un niño descubre al intentar alcanzar su propia sombra. Bien me lo advertiste.

Mi historia es la historia de una frase hecha, de una verdad a medias. Es un casi, un pero. Y mientras sigo sin admitirlo, te continuo buscando entre la gente que espera en los andenes, entre la que pasea por la calle cogida de la mano, como el que busca una cuchilla para cortarse las venas de una vez. Aquí no hay ni casualidad ni mala suerte, tan solo ganas de vomitar que vienen y van. Como las calles entre Cibeles, El Retiro y el Prado, como aquellas luces bailando en la pared en un día de diario, y las tres cruces que te adornan y me matan desde entonces.


Apenas unas semanas atrás habías llegado a mí como llegan las tormentas de verano. A plena luz del día, desvergonzada, intensa y apasionada, con la brevedad de la que se forman los arrebatos. Esos por los que merece la pena vivir, dejarse llevar y escribir. Eso hice y eso hago. 

Podría decirte algo melodramático y barato, como que estas palabras caen con la vocación suicida que torna el agua en lluvia; o que hoy el cielo de la capital viste una inmensidad azul que uno jamás podría cansarse de admirar porque es lo más parecido a verte sonreír; que solo quiero que me escribas; que me dan igual los dos nombres que me destrozan desde el fondo de tu pantalla; que te canto en todas las canciones; que te imagino en cada esquina; que me estalla el pecho y la polla, que no quiero admitir la realidad y que quiero matarme contigo; que esta semana ha sido tan horrible como soltar tus manos hermosamente frías y sentirme caer una vez más en la fosa común que tengo en el pecho. Igual daría. Me lo dijiste desde el principio. Es el ritmo natural de las cosas, el invierno siempre llega. Y en este hace mucho frío, y recordar es una trampa que no abriga. 

En la calle ya es de noche, la gente musita, las farolas alumbran. Este es otro día más que se acaba abocado al fracaso, como abocada al fracaso está esta carta de despedida. Porque una carta que no se entrega no es más que eso, un fracaso. Como una lección olvidada, como una frase perdida en una curva entrando en Lavapiés; como esta promesa de no mentirme más y dejar de desearte de una puta vez.





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