Sergio y Marcos nos presentaron en la Calle Rivero de Avilés, hace unos 28 años, en una de aquellas noches en las que sonaban los Enemigos y Los DelTonos entre los soportales, el empedrado, las losas y las barras por las que repartíamos nuestras horas. Recuerdo aquellos días como se recuerda al mayo perfecto que es la adolescencia, con sabor a cerveza recién servida y la felicidad de asomarse a la vida sin miedo. Fue entonces, en una de aquellas tardes sin fecha, cuando apareció la sonrisa de Silvia.
"Arcadio, a ver lo que haces, que tiene novio y es un tío de puta madre", me dijeron mis amigos. Eso escuché de fondo. Mientras, yo no podía dejar de mirar aquellos dos ojos recién descubiertos. A su lado, como siempre por entonces, estaba Ruth. Detrás de mí, mis dos amigos seguían lanzando advertencias al aire. Me daba igual. Me fue imposible evitar paralizarme ante aquella mirada a ratos melancólica como el brillo de unas lágrimas recién vertidas, a ratos tan radiante como una ventana blanca abierta en primavera. Su pelo era moreno, liso y brillante, y caía despacio sobre dos hombros diminutos como solo caen las cosas hermosas. Su rostro era de piel pálida y gesto sereno. De su calma se colgaba una media sonrisa que me pareció la invitación más hermosa a vivir que jamás había recibido de una mujer. Me quedé tan absorto con lo que estaba viendo, que no le hice el más mínimo caso a los dos grandes pechos que parecían adivinarse bajo su chaqueta abierta. De hecho, nunca lo hice, y no me ha vuelto a pasar en la vida.
Recuerdo los pocos paseos que dimos, el tono cercano de la complicidad al hablar, y que jamás nos besamos. Aún deben de estar por casa de mis padres las fotos que me dio de su viaje a Amsterdam. Me dejé la vista contemplándolas. Siempre tuve la sensación de que Silvia se reservaba cuestiones graves para ella. Nunca le pregunté que ocurría y mejor que fuera así. Con el tiempo descubrí que su vida estaba afrontando curvas que yo apenas hubiera comprendido. Corría el año 1992 y en su otoño comencé a estudiar la carrera de Derecho, ella la de Medicina. Con el tiempo fuimos coincidiendo menos, ella acabó la carrera y yo no.
Hace unos días, recibo un mensaje en mi móvil. Es ella. Pediatra y madre de dos hijos, vive en Madrid con ellos y el padre, aquel novio que, efectivamente, tal y como me decían Sergio y Marcos, es un tío de puta madre. Jamás le he visto, pero no guardo la más mínima duda al respecto. Es imposible que no sea así. Tras la incredulidad escrita en la pantalla y los posteriores jajajas de rigor, acordarnos vernos en persona tras 25 años sin hacerlo ."Un abrazo, ¿no?" es lo primero que dice al verme. Nos reímos y nos ponemos al día, todo lo que se puede poner uno al día tras un cuarto de siglo sin saber el uno del otro, por supuesto. Ha pasado mucho tiempo, han ocurrido muchísimas cosas, pero todo lo importante continua igual. Y es un alivio. Charlamos sin parar. Durante unas horas no me mortifico recordando a la última amante que he perdido. De fondo, el Aleti vuelve a abrazar la derrota y no me importa demasiado.
Reencontrar a Silvia es volver a admirar la interrogante que dibujan sus ojos y embobarme con la dicción perfecta con la que habla. Milagrosamente, vuelvo a ignorar a aquellos pechos que continúan prometiendo bondades a cualquiera que repare en ellos. Cómo no hacerlo cuando estar con esta mujer es volver a contemplar su sonrisa y recordar la felicidad de asomarse a la vida sin miedo.
Gracias, Silvia.
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