miércoles, 2 de diciembre de 2015

El tercero.


La sensatez suele ser un refugio seguro frente al fracaso. La insensatez, por contra, no asegura cobijo alguno, pero nos garantiza esa oportunidad que la misma cordura nos niega. Ser sensato es un ejercicio, tan prudente como cobarde, que nos permite sobrevivir. Sin embargo, vivir, que es algo muy distinto, va de la mano de la imprudencia, de la valentía de atreverse a desafiar la razón. Y eso es lo que he elegido, sustituir la mesura adulta por la incertidumbre de la juventud. Dejarme llevar. Volver a buscar respuestas en vez de darlas. Sentir el frenético ritmo de lo incierto y disfrutar de un corazón acelerado que no pierde la virtud de sorprenderse como un adolescente. Precisamente, tal vez sean los recuerdos de la adolescencia los que me han llevado a buscar de nuevo su vitalidad repartiendo zancadas por parques, paseos, y carreras populares de barrio.


He perdido la cuenta de las veces que pude llegar a decir que correr es aburrido. Nada más lejos de mi intención negarlo o dar la espalda a como era yo tiempo atrás. De hecho, creo que asumirlo da más valor a mis palabras. 


Llevo años en los que rara es la semana que no corro tres o cuatro días, siempre solo, y normalmente por la mañana. Lo que comenzó como un trote anecdótico, ha acabado siendo algo casi cotidiano y aquellos primeros metros me llevaron un buen día a tomar la decisión de correr un maratón.


Pero, y ¿por qué no?. Afrontarlo es algo emocional, no hay ninguna razón lógica para hacerlo. Es una locura, un gesto irracional de puro sentimiento, de humanidad y de insensatez; un arrebato de romanticismo masoquista sin sentido. La mística y la escasa cordura que rodean cada centímetro de esta prueba incitan a pensar que tal vez debería estar hasta prohibida ya que somete a cuerpo y mente a un esfuerzo realmente extremo. A semejanza de la vida misma, tiene la capacidad de ponernos entre la espada y la pared; nos lleva al límite y nos arrastra entre todos los estados anímicos posibles mientras nos zarandea a su antojo. Sin embargo, precisamente, esa puerta abierta como una caja de Pandora, es lo que hace de esta carrera algo especial. Encarar su distancia es poder comprender que vivir es una maravilla única y una tragedia incomparable. Por eso, detrás de esos 42 kilómetros y 195 metros no hay un corredor, tal vez ni un atleta, sino una historia particular que bien podría ser la de todos: querer sentirnos vivos. Y eso es justo lo que pretendo, volver a sentir y reconocerme tras unos meses preso de la desidia de la vida adulta en los que ni he corrido ni he escrito nada. Quiero volver a sacudirme el polvo del camino para reencontrarme entre unas zancadas que ahora son cortas y agotadoras; quiero volver a buscarme entre estos renglones, ahora borrosos y sin orden, gracias a una víscera acelerada que respira esperanzada a trompicones. Necesito volver a sentir los latidos de mi corazón golpeandome el pecho como un niño llamando a la puerta. 


Y aquí estoy, cincelando palabras a golpe de tecla y cadencia, liberándome de las cargas de la vida sumisa de aquel "por si acaso", afirmando convencido que la vida está para escribirla y para correrla. Exactamente como mi próximo maratón de Madrid: el tercero.



Aquí el primero. Ahora, por el tercero de muchos más.





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